miércoles, 9 de diciembre de 2009

ENCERRADO (ROM HOUBEN)

El aroma a sal y mar entra por la ventana. Intenso, acaba mezclándose con el olor a café, a pan tostado untado con mantequilla, tan caliente que puedo imaginar como se funde dorada y líquida en él. Escucho con los párpados entrecerrados los sonidos que provienen de la cocina. El agua del grifo cayendo sobre platos y vasos, golpeando las paredes metálicas del fregadero; el tintineo de una cucharilla en una taza. Por un momento creo que podré levantarme, caminar hasta la cocina y sentarme a la mesa. En mis sueños, cuando al fin consigo dormir de verdad, siempre soy capaz de hacerlo. Es tan sencillo: solo tengo que sentarme en la cama, apoyar los pies en el suelo, alzar mi cuerpo y caminar. Un paso tras otro y encontraré a mi madre trasteando en la cocina, mi padre sentado en la mesa tomando ese café y a mi hermana a punto de salir, vestida y mordisqueando una tostada. Me acercaré a mamá para darle un beso de buenos días y robarle ese trozo de pan que acaba de saltar de la tostadora. Ella bromeará sobre mí, siempre hambriento; en constante movimiento, movimiento, movimiento. Quisiera no despertar nunca. Continuar soñando para siempre. La impotencia se convierte en un grito. Atraviesa mi cerebro resonando silencioso en el interior de esta prisión en la que se ha convertido mi cuerpo.
Los pasos de mi madre, en zapatillas, ligeros y suaves caminando de puntillas para no despertar a nadie, se acercan. Ordeno a los músculos de mi cuello, a los de mi boca y mis ojos que hagan un movimiento. Intentó levantar la cabeza, girarla… intento… intento… solo consigo levantar un poco más los párpados, aún pesados por el sueño, ladear un poco la cara. Así puedo ver sus pies en el umbral, su cuerpo quieto y atento, como si quisiera escucharme a través de él, a penas puedo ver su cara, ahora sin la expresión que exhibe siempre para mí, animosa, sonriente. En este momento, cuando aún no sabe si estoy despierto (¿Lo estoy? ¿Ella cree de verdad que alguna vez lo estoy o finge creerlo?) intuyo sus ojos hundidos, la sombra bajo ellos, las arrugas que durante estos años han aparecido, aprisionándolos en su búsqueda constante de algún signo en mi cuerpo y mi cara que le confirme, una y otra vez, que no está equivocada, que estoy aquí y sigo existiendo.
Se acerca a mí y su boca se curva en una amplía y triste sonrisa cuando toma mi rostro entre sus manos. Me besa en la frente y en las mejillas. ¡Mamá! Deseo abrazarla con todas las células de mis pensamientos. Descansar mi cabeza en su pecho, encerrarla entre mis brazos ¡Mamá! La necesidad recorre cada parte de mí y crea un ligero movimiento. Noto como los dedos del pie tensan la colcha. Lo siento en la lejanía de mi conciencia, como si pertenecieran a un ser extraño, con una voluntad ajena a la mía. Un gigante dormido al que trato de empujar con todas mis fuerzas. Mamá se sobresalta, ¿Habrá notado el leve cambio en los pies del gigante? ¿Quizá en la colcha o en mí?. Me observa atenta, lo sé y me esfuerzo de nuevo. Ahí está, lo he vuelto a conseguirlo. Empujo un poco más la carne extraña que rodea mi pie, mi cuerpo. Mama grita y se precipita al teléfono.

―Sí, lo ha hecho… lo he visto… ha movido… Ya, pero estoy segura que… Cuando le he mirado lo ha repetido, dos veces seguidas ha… ¿Movimientos reflejos? Puede ser pero yo estoy convencida que… Esta bien, adiós, doctor.

Mamá vuelve a mí, me acaricia el pelo, los brazos, las manos…
―Hijo, Rom, sé que estás ahí ―me susurra―Mírame, inténtalo…
Siento la intensidad de su deseo empujando mi voluntad. Consigo, conseguimos que levante los párpados hasta que mis pupilas se encuentran con las suyas. Los ojos de mi madre se deshacen en lágrimas que yo, incapaz de llorar, hago mías cuando ella, muy bajito, me dice:
―Yo sé que me escuchas y que me entiendes. Sé que estás ahí ¿Me oyes? Lo sé. Lo conseguiremos, tú y yo. Encontraremos la forma de sacarte de ahí.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Infancia

La infancia es uno de esos lugares a los que cuesta volver por mucho que lo deseemos. Los recuerdos se esfuman cuando tratamos de retenerlos. Son espejismos de bordes temblorosos. Se ha ido y lo máximo que podemos esperar es imágenes aisladas y distorsionadas ¿O no? A veces un signo externo nos trae a la memoria un recuerdo intacto, rico y complejo. A mí me suele suceder con los olores. El olor a pan caliente, a leche hirviendo, a tiza, a goma de borrar, a sudor de niño…
El pan caliente me traslada a la panadería de mi barrio, en la plaza. En las mañanas de invierno abrir la puerta y encontrarse en medio de ese calorcito aromatizado, los sacos de pan colgados de una percha (dicen que con esto de la conciencia ecológica se está recuperando la costumbre), las mujeres en cola, los hombres a los que siempre se les dejaba pasar antes, las conversaciones en voz alta para amenizar la espera y de paso enterarse de todos los chismes del día, mi uniforme de colegio: gris a cuadritos, un poco carcelario, excepto por los enganchones que lucía en él por las uñas de los gatitos que me gustaba acariciar, blusa blanca, zapatos limpios, olor a colonia en el pelo bien estirado en una coleta, el flequillo a lo chino que mi madre tenía a bien cortarnos.
Engarzados en el mismo hilo de este recuerdo vienen otros, la visita a las quinielas (siempre llamábamos así al kiosco de la plaza en casa) para cambiar las novelitas que leía mi padre: de vaqueros, del espacio, de terror. La vuelta corriendo a casa, para no llegar tarde al colegio El aire limpio y fresco de las mañanas, el día que encontré un gorrión caído del nido, que más tarde se comió el gato.

El aroma a leche hirviendo. Madrugadas oscuras, mi madre en la cocina, el gran cazo donde hervía la leche, la comida ya puesta al fuego, el vaho empañando los cristales de la ventana, el calor, mi madre. La rara experiencia de tenerla sola para mí mientras los demás dormían. Y más aún: desayunos de pajaritos. El cazo abollado, de mango largo, brillante de tantos fregados. Mi madre repartiendo sopas de pan con una cuchara común, boquitas abiertas de niñas esperando. No había que distraerse o te quedabas sin desayuno. Recuerdos agridulces que me hacen sonreír.

El olor a polvo de tiza, a goma de borrar, a ceras y lápices de colores. A sudor limpio de niñas. El colegio de las monjas, pies arrastrándose a través del patio, yo andando cada vez más lenta, con la esperanza de que fuera demasiado tarde para que me dejaran entrar. La maestra saliendo a buscarme cuando al fin decidía volverme sobre mis pies e irme a casa. Estaba ya en el patio de “los mayores” pero aún en las aulas de bajo Tendría ¿cinco años, seis? Unos minutos de siesta por la tarde, la cabeza sobre los brazos cruzados en las mesas pentagonales, la monja (ya no recuerdo su nombre) paseándose por la clase, sol de invierno en los ojos cerrados. Me recuerdo expulsada al pasillo por contestar (siempre era por contestar, siempre) sentada en el suelo, jugando a dar vueltas, explorando el corto pasillo que llevaba a al despecho de la directora y al gimnasio. El gran piano negro que acariciaba con reverencia sin llegar a pulsar jamás las teclas blancas y negras. La mirada entre cómplice y sonriente de alguna directora, también monja, que usaba el diminutivo de mi nombre oficial y abría la puerta de clase para que me dejaran entrar con mi promesa, siempre incumplida, de no volver a hacerlo.

Infancia, lugar remoto, sueño perdido, olvidado ¿O no?

viernes, 20 de noviembre de 2009

Mi tía Carmen

Se muere. Una larga agonía. El corazón, al final no es más que un músculo cansado de vivir. Ni válvulas, ni aparatos que lo mantengan. Ya no. Desgastado no admite más vida. El oxígeno necesario para vivir no consigue salvarte. Poco a poco se transforma en anhídrido carbónico que va envenenándote ya no puedes expulsarlo. Los pulmones se encharcan y la muerte se ha dibujado en tu cara. Esa cara enflaquecida, oscura, informe casi no te tiene a ti en su expresión. Es una máscara mortuoria que te iguala con tantas otras ancianas que mueren cada día. ¿Sientes las caricias lentas y suaves que el hombre joven, de pie a tu lado, te hace? Ha tomado tu mano yerta, entre las suyas. Se inclina sobre la cama de hospital y sus ojos brillan entre las lágrimas tras el cristal de sus gafas. ¿Intuyes mi presencia de pie a tu lado? He sido cobarde, incapaz de tocarte. Te he sentido extraña, remota. Por un momento no he podido reconocerte en ese cuerpo tuyo envejecido, ajado. No he podido encontrarte en él. He sido tan dolo una sombra a la cabecera de tu cama. Me siento entumecida.
Salgo de esa sala de hospital, en la que yaces acompañada de desconocidos, de máquinas, de enfermeras que comentan la última película que han visto, los problemas con su pareja, el último chisme del personal, mientras controlan monitores y evitan la mirada de los que sufren junto a “sus” enfermos.
Mi tía, mi madrina. Yace allí entre vosotros, aguardando una muerte que se hace esperar. Una lenta muerte por asfixia. Entre mis recuerdos remotos está su casa y el olor a cristasol. Mañanas soleadas en las que acudía allí de la mano de mi madre. Ella ya no está. Recuerdos de navidades, platos de dulces sobre la mesa, la mirada de mi padre, severa, para que no nos abalanzáramos sobre los turrones, los pastelitos de "moniato", el chocolate y tomáramos solo uno. Él tampoco está ya. Mi padre, tu hermano. Recuerdo los estuches de pinturas, las libretas que me regalabas en Reyes (que nos regalabas), antes de empezar con los libros, que fue muy pronto, tía ¿Recuerdas? Los desayunos en casa de mis padres, cuando aparecíais cargados de regalos para todos. El año en que casi dejaba de ser niña y me empeñé en que lo que más deseaba en el mundo era una Nancy…
Tengo tantas imágenes guardadas, tía. Siempre salías antes de la iglesia en las comuniones, los bautizos, las bodas… aceptábamos como normal tu miedo a los petardos, a la traca, a los truenos. Y hoy no puedo dejar de imaginar a la niñita que fuiste en medio de una guerra violenta y cruel como lo son todas. Una guerra en la que el enemigo, el que te mataba, el que moría, el que bombardeaba hablaba tu mismo idioma.

¿Qué será de los que te sobreviven? ¿Qué será del tío Pepe, tu marido? El hombre que ha pasado toda la vida contigo. Tiene principio de Alzheimer y a ratos llora como un niño, y al momento siguiente habla con nosotros como un anciano que ya ha visto muchas muertes.
Ahora mismo escucho tu voz en la cabeza. Y recuerdo tu risa y te veo fuerte y entera, como eras. Me vienen a la memoria las mañanas de San José. Siempre terminábamos el recorrido de las fallas en tu casa. Mi padre nos despertaba de madrugada. Salíamos a las calles oscuras y él, tu hermano, nos pastoreaba como un perro ovejero a su rebaño o como un pastor con su gayato. Madrugadas de sueño y frío, de ilusión y enfados. Madrugadas de niña aislada y rebelde. Amaneceres de maravilla, fantásticos, sonámbula, medio dormida. Hasta acabar en el nido caliente de tu casa alquilada en el centro de Valencia. Chocolate con buñuelos para todos y para mí, café con leche y galletas o pastelitos porque no me gusta ni el choclote ni los buñuelos. De calabaza. Los mejores para mi madre.

Mi tía, mi madrina se muere. Quizá mientras escribo estás líneas, entre estos recuerdos. Ya casi no queda nadie de los mayores. De aquellos que guardaban mi infancia en su memoria.

domingo, 15 de noviembre de 2009

CARACOLAS ROTAS

Hoy, después de mucho tiempo, Diana visitó al mar. Y él, la miró.
― ¡Ay, amor! Estás rota.
Ella mantuvo los ojos en el horizonte. Una gaviota descendió desde lo alto y le gritó.
―Te eché de menos ―murmuró el mar―. ¿Ya no buscas caracolas?
No respondió. Una lágrima solitaria recorriendo su mejilla sorprendió a ambos.
―Hace mucho que no te veía llorar. Yo cumplí mis promesas.
Se limpió la lágrima con un solo dedo, antes de advertir la presencia de otra, fugitiva descendiendo lenta y traicionera por su otra mejilla.
―Lo sé. Él volvió. Y se marchó.
―Sí, una vez y otra y de nuevo.
―Como tú.
―Yo nunca me voy del todo ―Rió íntimo, acariciando la arena a sus pies―. ¿Qué pasó?
―No nos quisimos lo suficiente.
―No me mientas ¿Recuerdas? Yo te envolvía en mis brazos mojados y tú rogabas por él. Recibí en mí tus lágrimas calientes y vivas Las saboreé, infinitamente dulces y amargas entre mis labios salados. Robé el calor de tu cuerpo al amanecer. Luna y sol en el cielo blanco. Ruegos susurrados en mi seno frío.
― ¡Calla!
―Sólo te di lo que pediste.
―Hubiera sido mejor…
― ¿Seguir pensando que él te amaba? ¿Creyéndole siempre enamorado? ¿Qué fuiste tú quien le fallaste?
― ¡Me duele! ¿Entiendes? Me duele tanto aún… Alma adentro, cuerpo adentro… me duele en las manos, me duele en la piel, me duele aquí, en mi pecho, me duele aquí, en mi estómago. Me duele…
Cayó de rodillas frente al mar, abrazándose con fuerza. Las lágrimas, otro mar perdido y vuelto a encontrar.
El mar retrocedió y avanzó, hipnótico, acariciando la arena sin llegar a tocarla. Envolviéndola con su respiración. Creando encajes de espuma, música con el viento. Deseando para si el agua de sus ojos…
―Mira ―musitó en sus oídos―. Esta saliendo la luna. Levanta la cabeza, mira el cielo. Luna llena: vuestra luna.
Ella alzó la cabeza. Allí estaba, radiante e indiferente, blanca y fría. Alzándose sobre el mar.
― ¿Cuántas veces soñaste con él bajo su luz? ¿Cuántas anhelaste sentir sus brazos rodeándote? ¿Cuántas veces dijo que estaría contigo? ¿Cuántas no cumplió su p…?
― ¡No! ¡Basta! ―Diana se quebró con su grito El cuerpo ovillado sobre la arena. Frágil entre al mar y la luna.
El mar lamió su rostro al fin. Lavó con su lengua helada las lágrimas vivas, calientes. Se extendió sobre su pelo, sus manos, mojó su pecho y su cintura, se entrelazó con sus piernas. La atrajo lentamente hacia su seno.
El mar siempre cumple sus promesas. La primera vez que la vio, Diana caminaba sobre la arena. Por él, atemporal y primigenio, había pasado otro verano y se iniciaba un nuevo otoño. Otro más en la eternidad de las estaciones. Los pies desnudos dejaban huellas que él lamía. Estaban solos, el mar y ella. La noche empezó a caer, aún cálida y Diana… sonrió. Sintió como la respiración de los dos se acompasaba, como el aire entre ellos vibraba al unísono, como fibra a fibra iba anudándolo a ella. Viajaron juntos a un lugar sin nombre y sin memoria. Y después él, se atrevió a besar sus pies y ella… jadeó. Y él, el Mar, se enamoró.
Sí, el mar siempre cumple sus promesas.
Fin.

jueves, 12 de noviembre de 2009

ANDRÉS

El pequeño fantasma se aburría y eso que después de mucho, mucho tiempo en la mansión moraban seres vivos. Eran cinco; dos de ellos no le interesaban… casi, él jamás había llegado a su edad. Por experiencia sabía que eran seres chillones, sin imaginación y aburridos… no aceptaban una broma. Y él siempre había sido un bromista y estar muerto no había cambiado eso. El bebe estaba bien para jugar un rato. Le gustaba hacerle cosquillas, soplando despacito en su cuello y sus mejillas y hacerle reír. Siempre le seguía con esos enormes ojos oscuros y tendía sus manitas intentando cogerlo. Pero no iba a pasarse las horas muertas, que eran todas las suyas entre risitas y soplidos, necesitaba más. Otro de los seres era la niñita, Elena. Suponía que no estaba mal, aunque pareciera extraña con el pelo tan corto y rubio que al principio la había confundido con un pequeño sometido a encantamiento. Se pasaba el día parloteando sin cesar sobre duendes y hadas. ¡Puaj! ¡Cómo si esos no estuvieran siempre dando problemas! Dos veces ¡dos! Se había dirigido a él. Mirándolo y preguntándole si quería jugar con ella a los disfraces. ¡Disfraces de niña! Mientras la escuchaba distraído sentado a los pies de su cama contarse historias de elfos, princesas embrujadas (esas le gustaban especialmente) y de esos seres extraños, planos y pequeños que aparecían en las cajitas que habían colocado con reverencia en casi todas las habitaciones de la casa.

Debían ser muy importantes, aunque él no alcanzara a entenderlas, las ubicaron en sitios de honor. En la sala, una enorme justo en el lugar donde se sentaban antes los señores. En los dormitorios, sobre cómodas e incluso donde cocinaban había una pequeñita sobre un alto estante… Siempre parecían estar en movimiento, emitiendo luz, formas extrañas, voces y sonidos que acababan espantándolo apenas llevaba un tiempo intentando comprender que era aquello.

¡Ah! Pero quién de verdad le atraía era el muchacho, Roberto. ¡Un muchacho como él! Se parecía a Simón. Con las piernas tan largas que podía ya a sus catorce años montar un caballo de un salto, cuando él aún necesitaba subirse al viejo tronco situado al lado del establo. Con esos pelos rubios y escasos asomando a su barbilla y que él le mostraba con orgullo a cualquiera que se pusiera a tiro, el pelo largo recogido con una cinta de cuero cuando entrenaba, las espaldas casi tan anchas como su padre. No recordaba ningún momento en que no hubieran estado juntos. Aunque Simón fuera hijo del caballerizo y él, del señor.
A Simón siempre se le ocurrían las mejores bromas, donde esconderse para asustar a las criadas y a las niñas de la casa. En una ocasión cuando ambos eran muy pequeños se escondieron en el armario de la ropa blanca. Este estaba situado donde el pasillo de la servidumbre daba paso a la amplia galería de los dormitorios de los señores, justo al lado de las piezas de su madre. Era de madera negra, con estantes recios y sobrecargados de ropa blanca, profundo como una pequeña cueva. Allí se escondieron durante horas, envueltos en camisones de dama, blancos y delicados. Recordaba el olor a lienzo limpio, al espliego que su propia madre recogía del pequeño jardín de hierbas para colocar entre la ropa. Aguardaban silenciosos como ratones hasta escuchar los pasos pesados de Edwina, el ama de llaves, o los ligeros de las criaditas Emma y Liz, solo un poco mayores que ellos, en ese momento emitían lamentos lúgubres, golpecitos tenues, arañaban el suelo con la daga decorativa que su padre le regaló en su último cumpleaños. El último, sí. Y reían como locos, tapándose la boca con las manos, entre resoplidos y ahogándose cuando estas salían corriendo y gritando.
Podía recordar el enfado de su madre cuando Tomás, el mayordomo los descubrió. Entre los dos habían conseguido ensuciar más camisones y sábanas, manteles y servilletas en unas horas que todos los habitantes de la mansión en una semana.

El muchacho que habitaba de nuevo en la casa, era como él. Muy rubio, muy alto, tanto como Simón, pero sus ojos… sus ojos estaban muertos y sin vida, con unos enormes cristales que en su momento, cuando estaba vivo solo usaban el notario y el párroco. Y lo que era peor, no le veía. Ya podía él colocarse a su lado, rozarle con sus manos fantasmales, soplarle en el cuello, traspasarle de lado a lado que nada, como mucho algún escalofrío y un encogimiento de hombros.

Le observó durante días y noches. Roberto no salía al exterior, eso le gustaba al fantasma, porque le permitía estudiarlo, aunque no le entendiera, recordaba demasiado bien el viento en la cara, el calor del sol sobre la piel, la hierba mojada bajo su cuerpo, cuando se tendía por las tardes junto a Simón en los jardines de la casa, para conversar mientras miraban como el cielo se iba oscureciendo.
Roberto no jugaba con sus hermanos. Bueno, eso sí podía comprenderlo. El bebe era demasiado pequeño para ser entretenido, aunque él se pasará las horas muertas o más bien parte de sus horas, contemplando como jugaba incansable con sus manos, sus pies… La niña ¡Puajj! Era una niña. Y las niñas no sabían hacer nada divertido.
Roberto solo hacía dos cosas: dormir y el fantasma había probado a meterse en sus sueños, sin demasiado éxito o pasarse las horas muertas delante de una de esas cosas raras parecida pero no igual al resto de las que había repartidas por la casa. Le costó un tiempo darse cuenta de las diferencias. Lo primero que notó es que esta caja, extraña y más bien plana, algo más ancha que los cuadros de sus antepasados, que colgaban de la galería, estaba situada sobre un escritorio con bandejas y cajones. Supo lo que era: él había tenido un pequeño escritorio en su habitación, que cerraba con llave cuando no usaba y que contenía pequeños compartimientos para el papel, los sobres, las plumas… y donde debería haber estudiado sus lecciones, aunque siempre había sido más divertido dibujar y jugar con el papel secante.

Roberto se sentaba con la cara muy cerca del cristal de la caja. Le llevo un tiempo caer en la cuenta de que no solo miraba, sino que además sus manos no paraban de moverse sobre un objeto grande y plano que tenía marcadas las letras (le costo algo reconocerlas, sus formas eran simples, como escritas por un niño) números y dibujitos de estrellas, barras, signos de interrogación… al lado un artilugio pequeño y brillante que Roberto acariciaba con la mano derecha como si se tratará de un amuleto. Bajo la mesa, cerca de los pies de Roberto, en un cajón gris, como un pequeño ataúd colocado en vertical, pequeñas luces amarillas y verdes parpadeaban. No reconocía el material con que estaban hechos esos objetos, parecían suaves brillantes, sin vetas como la madera, ni asperezas metálicas como el acero o el hierro.

Cansado de esperar la atención de Roberto un día hizo un intentó nuevo. Deseo colarse dentro de Roberto para ver que era lo que tanto le atraía de esa caja. Si tuviera ojos aún, los habría cerrado muy fuerte, si respirara, se hubiera llenado el pecho de aire, si tuviera músculos los hubiera contraído con fuerza. Y así preparado hubiera dado un salto hasta sentarse en el regazo de Roberto y lentamente fundirse con él… ¡Lo había logrado! su esencia se introducía entre los diminutos huecos invisible al ojo humano de la piel de Roberto. Estuvo a punto de echarlo todo a perder cuando sintió la solidez de la carne de este cerrándose en torno a su espíritu, el peso de sangre y músculos sobre él. Acumuló toda su energía y su valor y permaneció quieto en aquella prisión, demasiado caliente, demasiado oscura para su gusto. Se concentró en poder ver a través de los ojos de Roberto, y cuando al fin lo hizo, cuando puedo abrir unos ojos que no tenía, se encontró mirando con el muchacho el objeto que le robaba su atención. Se dio cuenta de golpe, que era una especie de ventana abierta a mundos extraños. Robando palabras aquí y allá de la mente de Roberto, descubrió que en la “pantalla” aparecían artefactos raros, formas irreconocibles, colores imposibles… y que saltaba rápidamente de un mundo a otro. Ahora lo que aparecía le era más familiar. Figuras de hombres corrían de acá para allá, armados de pesadas espadas, con enormes caballos, pendones con figuras mitológicas, banderines ondeando en un viento inexistente.
¡Ah! ―Se dijo― son como dibujos en movimiento. Como cuadros y esas figuritas que corren por el campo de batalla parecen vivos, pero no lo están. ¿Pero que hace con ellos? ¿Los controla? ¡Sí! Con el talismán de la derecha y con las letras de ese objeto raro donde posa las manos. ¿Será un invento del diablo?
El fantasma piensa un momento y decide que no, que eso es algo humano, ahora entiende mejor a Roberto. ¡A Simón y a él les hubiera encantado tener algo así! Aunque pensándolo bien, Roberto no se movía de la silla, no movía un músculo mientras que cuando Simón y él aprendían esgrima sentían a su cuerpo responder ante las órdenes de su mente. Los músculos flexibles y bien engrasados, el sudor corriendo libremente por la cara y la espalda, las piernas rápidas, el choque de los floretes repercutiendo en el brazo… perseguirse durante horas el uno al otro, hasta que el cansancio dulce y embriagador podía con ellos…
― ¡Dios Bendito! ¿Qué es lo que Roberto visualizaba ahora en la ventana? ―el pequeño fantasma se refugió escandalizado en la oscuridad de la cabeza de Roberto, para emerger poco después y contemplar incrédulo a través de los ojos de Roberto a… ¡Mujeres! ¡Mujeres desnudas! No es que él, cuando estaba vivo no hubiera empezado a interesarse por las mujeres, espiado sus escotes o entrevisto algún tobillo. Pero aquello… Esas mujeres se movían detrás del cristal, parecían vivas, criaturas del infierno. Una de ellas extendió la mano y pareció querer salir de la pantalla. El fantasma se asustó tanto, que en medio de una explosión de energía huyó del cuerpo de Roberto. Golpeando con su núcleo vital el tablón de las letras, borrando la imagen de la pantalla. Roberto, más sorprendido que asustado, se vio desparramado en el suelo. ¡Había notado la fuerza del fantasma al salir de su cuerpo! No solo eso, está había sido tan intensa, que lo había tirado al suelo desde la silla y ahora contemplaba boquiabierto como una pequeña forma de luz, intensa y radiante en el centro y difusa en el contorno se movía sobre su ordenador. Incrédulo parpadeo, pero la luz, como una pelota deformada seguía allí, moviéndose por el teclado, rebotando en la pantalla, golpeando la unidad del PC.

El pequeño fantasma ni siquiera se dio cuenta de que Roberto, por fin, lo veía. Acababa de descubrir que si concentraba su voluntad, él también podía jugar con ese objeto extraño que secuestraba la atención de Roberto. Sentía el pequeño fantasma como todo a su alrededor vibraba y lo alimentaba. Las luces de la habitación, la extraña ventana, la caja gris y su pequeña lucecita verde…

Roberto, gritó asustado sin poder moverse del suelo. En la puerta de la habitación apareció Elena. La niña miró la forma enloquecida del pequeño fantasma y rió. Se acercó a su hermano y le puso la mano en el hombro.

―No tengas miedo. Es el fantasma que vive aquí.
― ¿El fantas…? ¿Cómo que el fantasma que vive aquí? ¿Tú ya lo habías visto?
― ¡Aja! No quiere jugar conmigo, solo le gustan mis historias, no quiere disfrazarse ni jugar con mis hadas. Él es bueno, se sienta a los pies de mi cama y me escucha. Nunca le había visto así. Es divertido, tiene muchos colores.
De súbito la estancia se lleno de silencio. El zumbido incesante del ordenador había parado por primera vez desde que Roberto y su padre lo instalaran. El fantasma aún rodeo al objeto varias veces hasta convencerse de que la ventana había quedado oscura y silenciosa. Si hubiera tenido cuerpo, se hubiera detenido jadeante, observando el cambio. Así sintió como las ondas de energía iban calmándose poco a poco y que las condensadas partículas iban expandiéndose hasta recuperar su forma y tamaño habitual: la pálida y transparente forma de un niño que había muerto cuando estaba a punto de cumplir trece años. En vida fue un muchacho alto, desgarbado. De piernas demasiado largas y manos torpes. El pelo negro siempre revuelto y luminosos ojos grises. Ya muerto había conservado esa imagen tenue de si mismo, hasta el día de hoy…

―Fantasmita, fantasmita ¿Estás bien?
La voz de Elena flotó hasta él. Roberto estaba sentado en el suelo, en el extremo más alejado de la habitación y la niña tenía una mano sobre su hombro y lo más importante: ¡Ambos le miraban! ¿Roberto le veía? ¡Sí! ¡Por fin! Se deslizó por la habitación hacia ellos, ante la mirada espantada del niño vivo, que intentó retroceder. El fantasma se detuvo. Elena susurró a su hermano:
―No tengas miedo, no te hará nada. Él juega también con nuestro hermanito y nunca le ha hecho daño, a mí tampoco.
―Pero… ¿Has visto lo que ha hecho? ¡Me ha tirado de la silla! Y ha roto mi ordenador. Está… loco. ¿Y si me quiere hacer daño a mí? O quiere mi cuerpo para… para…

La voz de Roberto fue apagándose. El fantasma se quedo quieto, con la expresión más triste que hubiera visto antes. “¿Me tiene miedo? Lo he estropeado todo” Yo solo quiero que sea mi amigo”. Recordó la sensación de ser energía pura. Nunca antes se había sentido así, excepto quizá cuando estaba vivo. “¿Habría roto esa cosa que Roberto quería tanto?” No había sido su intención, solo que… sintió que podía “tocarla”. Contemplo sus manos pálidas, tan insustanciales que nunca, desde que murió, había podido sentir nada con ellas. Y lo había intentado; muchas, infinidad de veces. La primera de ellas, antes de entender que estaba muerto, trató de abrazar a su madre, que lloraba desconsolada, repitiendo su nombre una y otra vez: “Andrés, Andrés”. Él sabía que lloraba por su culpa. Sus manos atravesaron el pecho de su madre, sin lograr aprehenderla. Asustado se observó en el suelo, donde había caído, después de romper la barandilla del último piso. Ese verano se había sentido solo, abandonado. Simón, casi dos años mayor que él, había empezado a interesarse por las chicas, bueno, por una en concreto; una de las doncellas de su madre. Ya no salían como antes a montar a caballo, las clases de esgrima eran aburridas y Simón prefería encontrarse a escondidas con Maria que salir al prado a jugar con él. Y lo que era peor, dejó de interesarle planear bromas y juegos. Cuando él le buscaba para hacer juntos alguna de esas cosas, Simón le decía: “Ya es hora de que crezcas”. Y no, él no quería crecer. Quería que su vida se mantuviera siempre igual. Así que esa noche cuando vio a Maria subir al tercer piso, donde dormían los sirvientes, antes de que su padre decidiera cerrarlo, porque no era seguro, decidió seguirla y asustarla. Sería solo otra de sus bromas. Así que tomó del armario de la ropa blanca una enorme sábana y la caja de metal con la gran llave en la que su madre guardaba las monedas. Sigiloso, sin hacer ruido subió las escaleras hasta la estrecha galería, cerrada al vacío por la inestable barandilla, donde se abría la puerta deslucida y vieja del antiguo cuarto de los criados. Se echó la sábana por encima y agitó la caja, haciéndola sonar. Abrió lentamente la puerta y se quedó clavado en el umbral. En la tenue penumbra, iluminada tan solo por la llama inquieta de una vela, dos pieles brillaban. Andrés no acababa de entender lo que veía. Un ser extraño, desnudo, se movía sobre una vieja cama. Dio un paso atrás, la caja cayó de sus manos cuando empezaron los gritos: Agudos y finos los de ella, casi de hombre los de él.
― ¡Andrés! ¡Serás estúpido! ¡Fuera, vete de aquí!
Andrés se giró dispuesto a salir huyendo, la sábana se enredo entre sus pies, que se golpearon contra la caja. Extendió los brazos intentado agarrarse a la barandilla, que se quebró bajo su peso…

― ¿Fantasmita? ¿Estás llorando? ―la voz de la niña Elena interrumpió sus recuerdos―Mira, si no lo has roto, solo lo has desconectado. Ya va y Roberto no esta enfadado contigo.

Andrés miró a los niños vivos, Roberto se había levantado y lo miraba sin miedo, parecía apenado como si hubiera podido ver los recuerdos del fantasma. Elena estaba junto a la ventana de los mundos extraños, que volvía a estar iluminada.

Roberto se le acercó vacilante.
―Hola, yo… ¿Eres un fantasma? ¿Cómo te llamas? ¿Vivías aquí? ¿Era está tu casa? ¿Qué te pasó?

El fantasma miró asombrado a Roberto, desde que este habitaba en la mansión nunca le había visto tan “vivo”, le brillaban los ojos de curiosidad, expectante. Andrés movió lentamente la cabeza: ¿Cómo podía contestarle a esas preguntas? Ya no tenía voz.

― ¿No puedes hablar? ―dijo Roberto. El fantasma negó con la cabeza, lo había intentado antes, hacía mucho, cuando culparon a Simón de su muerte y él no pudo hacer nada para evitar que lo echaran de la casa para siempre.
―Pues… ¡Vaya! Yo quisiera saber tantas cosas de ti ―Se lamentó Roberto.
― ¡Sí que puede, sí que puede! ―gritó saltando sobre sus dos pies Elena.
El fantasma y Roberto se giraron para mirar a la niña que seguía en pie delante del ordenador; con la cara roja e iluminada como si estuviera a punto de estallar.
― ¿No dices que apagó el ordenador? ¿Y que golpeo las teclas? Ven fantasmita, ven, que te voy a enseñar. ¿Ves esos cuadraditos donde están dibujadas las letras? Yo aún no sé leerlas muy bien, pero Roberto sí sabe, si tú…

De pronto Andrés entendió. Con una explosión de alegría se transformo en una pequeña bola de energía pura. Todos los colores del arco iris, bailaban dentro de él. Violetas, rojos, azules… recorrió la habitación a toda velocidad, rodeando a los niños, una y otra vez antes de situarse frente al teclado y golpear las teclas. En la pantalla, esta vez blanca empezaron a marcarse letras: djotnxyz. Grupos de letras sin sentido empezaron a correr alegremente ante los ojos de los niños.
―Para, para ―rió Roberto― ¿Puedes escribir como te llamas?
Hubo un momento de quietud y después, lentamente, una por una, unas letras surgieron del papel.
A N D R É S.

Fin.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Escribir es como escribirte. Hablarte a ti que me lees en la misma intimidad que yo escribo. No puedo verte, ni tu a mí. No sé a que hueles, ni a que sabes, no conozco tu piel, ni tus ojos. No sé, ni sabes tú que máscara que nos cubrirá hoy. Y sin embargo sé, te conozco. Conozco ese rincón oscuro donde habitas. Ese al que vuelves cuando nadie te mira, cuando ni siquiera yo estoy. Conozco esos muros que protegen al ser desnudo que ocultas. Esa conciencia sin conciencia que pide y llora y suplica. Miro entre las grietas de la muralla que tanto te costó construir. Y allí, temeroso, le encuentro. ¿Qué podría decirle a ese pequeño ser para que dejara de temblar? Sonríes, lo sé. Crees que no hay nadie que pueda llegar a ese lugar. Donde guardas la angustia, el dolor, el egoísmo brutal, la envidia enconada, a ese animal indefenso sin las mentiras que cubren tu cara. Sientes que si tiendo la mano a ese palpitante ser en carne viva, lo romperé. O aún peor, seré yo la que tenga miedo de lo que encuentre. De ese brutal centro de ti mismo, exigente, voraz, despiadado. Esperas que me aterroricen tus sueños más íntimos, tus fantasías más desgarradas, tus deseos, tus pasiones, tus odios que viven, pulsantes, ardientes a pesar de tu lucha por no dejarlos escapar, encerrados y prisioneros ante ti, tu yo diurno, de sonrisa amable, gesto cansado y mirada preocupada. Sé, sí, sé del rincón de las pesadillas, de esas que te gritan que se acaba el tiempo, que no llegas, que no llegaras. Míralo, se retuerce miserable con terror a la muerte, a las enfermedades que cada día golpean inmisericorde los cuerpos de conocidos y desconocidos, de amigos… el miedo a que ese dolor desconocido anuncie lo impensable. ¿Aún crees que no te conozco? Y que me dices de ese negro pozo donde guardas las culpas, las palabras no dichas, las lealtades rotas, la traición al amigo, las ausencias, los errores que nunca confesaste y aquel momento en que descubriste que sí, que tú también eras capaz de callar y seguir viviendo, el instante en que perdiste la inocencia de creerte distinto, otro.
Sí, sé como tú de las ausencias lloradas y malditas, de los deseos mordidos, de la ocasión que dejaste escapar cobarde hasta el fin. Sé, sí, de las eternas muertes robadas a fugaces instantes, a felicidades muertas, a rutinas podridas. Sé de los te quiero dolorosos y vacíos. Sé del yo perdido en el sexo mecánico envuelto en la perfidia del pensamiento, anhelante, blasfemo de un amor secreto.
¿Te asustas? No lo hagas. Yo sé, sí. Dentro de mí existe un lugar parecido, una muralla parecida, un ser que tiembla y vive en la oscuridad; desnudo y solo, tembloroso y en carne viva.

jueves, 5 de noviembre de 2009

El peligroso mundo de los aguacates (provisional absolutamente)

Me he casado con un descuartizador de aguacates. Ya comprenderán que mi matrimonio
es un fracaso. Nos hemos casado mayores y yo, al menos un poco a la desesperada. Y he descubierto que mi marido está obsesionado por los aguacates.
Se levanta cada día a las seis de la mañana, camina media hora atravesando seis calles, dos avenidas y una vía de tren sin paso nivel para llegar al mercado.
Y lo peor no es que encienda la luz, abra los grifos del baño, susurre y murmure mientras saca su ropa del armario, no. Lo peor es que me obliga a ir con él. Por mucho que yo duerma profundamente o lo finja, me aferre a mis sábanas y a mi hueco caliente en la cama. Él, empuja, estira y arrastra hasta que me encuentro bajo la ducha, desnuda y recibiendo agua helada sobre mi pobre cabeza hasta los pies, creando en el camino escalofríos a lo largo de mi espalda. Por eso conozco tan bien el camino que sigue para ir al mercado. Voy medio aterida aún, columpiándome del brazo de este hombre, por las calles aun oscuras, medio trotando para mantenerme a la altura de sus zancadas desiguales.
Cuando llegamos al mercado empieza la representación: el frutero, bizco, medio calvo y redondo es una naranja con una sonrisa indecente, por lo amplia a esas horas de la mañana. Ya le tiene seleccionados quince o veinte aguacates entre los que él, mi marido elegirá cuatro para llevarse a casa. Los toma entre sus manos grandes; llena de pelos negros que asoman desde el puño de la camisa alcanzando a colonizar las primeras falanges de los dedos cortos y gruesos. Es curioso ¿Saben? Nunca me había fijado tanto en sus manos. La piel verde oscura de esos frutos les dan el color de la carne cruda. A lo que iba; los sospesa en la palma de su mano, los presiona levemente con la yema de los dedos, los huele, los observa… y en ese momento hace algo raro, pero que muy raro: Entrecierra los ojos y los fija primero en el fruto y luego en mí y vuelta de nuevo al aguacate. Con cada uno de ellos. Me pone nerviosa, la verdad. Yo no soy una belleza. Lo sé. Lo único que los años no han desarrollado en mí son los pechos. La cintura ha engrosado solo moderadamente, pero el verdadero paso del tiempo se ha acumulado en mis caderas, los muslos y el culo

Cuando termina este proceso de selección, se los tiende a la Naranja, digo, al frutero que los envuelve con cuidado en papel marrón antes de meterlos en una bolsa de plástico.

Ahora que lo realmente malo, llega cuando volvemos a casa. Se dirige a la cocina, con su bolsita en la mano. Saca los aguacates, los coloca sobre el banco y me mira expectante.
La primera vez que me lo pidió me pareció un detalle tierno, pero últimamente siento una desazón y un pica pica por todo el cuerpo que… Verán me pide que me ponga un vestido que me compró durante nuestro corto noviazgo. A mí me parecía horroroso, pero le vi tan ilusionado, tan contento cuando lo encontró y me lo probé… es ceñido en el pecho y amplio en las caderas, realzando lo que ya de por si y por naturaleza esta más que realzado. Y de un feísimo y extraño verde terroso. Nunca tuve una prenda de ese color, que hace parecer a mi piel más aceitunada de lo que es.

Así que cada día recorro más lentamente el pasillo estrecho y tristón que lleva a nuestro cuarto. Me pongo el vestido mientras le escucho cantar a voz en grito entre el chapoteo del agua con la que lava los aguacates.
Cuando vuelvo me mira con una sonrisa toda dientes. En una mano sostiene la corta puntilla afilada y con la otra mantiene en posición vertical a un pobre aguacate. Lo corta a lo largo, presionado el filo contra él. Puedo presentir la ligera resistencia de la piel dura del fruto y la facilidad con que la carne amarillenta, grasa, del interior se deja cortar. Noto cuando llega al corazón del aguacate, con un “toc” apagado del cuchillo contra él. Lo mueve alrededor del hueso hasta partir la fruta en dos. Después, la agarra con ambas manos y va girando en sentido contrario cada parte hasta separarlas. Las deja sobre un plato y da un golpe seco con el cuchillo en el hueso, que salta a la encimera. Con una cucharilla separa con cuidado la carne de la piel. Deja al aguacate desnudo y expuesto en el plato. Aquí se detiene, reflexiona y elige como lo troceará.

Y les confieso que lo que de verdad, de verdad me asusta es que mientras realiza toda esta operación repite una y otra vez las mismas palabras:

―”Soy un descuartizador de aguacates.”
Des-cuar-ti-za-dor.

Puedo ver esa palabra surgiendo de su boca. Dibujada como las letras de un niño: lentas y concentradas.
El golpe seco de la D contra los dientes; la S dejada caer; la amplia apertura de la A al lanzarse sobre la I, la vibración alargada de la R final…. Desss-cuAr-ti-za-dorrr.
Y sé, yo sé, que después de contarles esto ustedes entenderán porqué mi matrimonio es un fracaso.
Fin.

domingo, 1 de noviembre de 2009

UNO DE NOVIEMBRE

Día de todos los santos, de las ánimas benditas. Día de recuerdos. Desde que he podido elegir no he sentido la necesidad de visitar a mis muertos en sus nichos. Ni de cambiar flores polvorientas de plástico por flores de plástico sin polvo. Siento tristeza, sí, las pocas veces que visito un cementerio. Leo las frases mortuorias, busco las fotos y las fechas. ¿Morbo? Es posible, pero también historias imaginadas a partir de esos datos tan escasos. Lo hago desde que tengo memoria, desde esa memoria que me devuelve vestida con traje de domingo de invierno. Nuevo. Recién terminado por mi madre. Largas horas inclinada sobre la máquina de coser, somos cuatro hermanas que estrenamos. Evoco días calurosos como el de hoy. Con la rebequita puesta y el sudor en mi cuerpo de niña. Contención del impulso de correr, de reír con mis hermanas en este inmenso parque de tumbas. Mi padre alzando la voz llamando al orden. Un “May, no corras, espérate ahí” que es la frase que recuerdo de las salidas familiares.
Mi madre encendiendo “lluminetes” unos días antes, en recuerdo de las almas. Llamado a las almas me parecía a mí. Levantarse de noche al baño, cruzar delante de la cocina y observar con recelo las sombras parpadeantes que creaban las lucecitas en la oscuridad. La mañana de hoy, uno de Noviembre, camas bien hechas, extendidas al límite, tirantes para ―según mi madre―saber por las huellas dejadas en ellas, si los muertos nos habían visitado.
No, no necesito cementerios ni flores para recordar a mis muertos. Ellos seguirán para siempre conmigo. El beso a la frente congelada de mi padre. La última visión del cuerpo hinchado de mi madre. La conciencia aguda de que esas formas de carne cruelmente parecidas a quienes fueron horas antes, ya no eran.

jueves, 29 de octubre de 2009

APETECER

Acaba de despertarse. Extiende la mano y coge el móvil, rojo e indiferente de la mesilla de noche. Un mensaje que no estaba la noche anterior. Palabras. Una por una entran en su retina. Congelan sus ojos que ya perdieron las lágrimas hace tiempo y se vierten en un latido de su corazón. Corren como trocitos de hielo en su sangre. Invaden brazos, manos, dedos, estómago… llegan a los pulmones ahogándolos cuando consumen su oxígeno. Pierde sensibilidad en las yemas de los dedos que guardan memoria de su piel. Sus pensamientos mueren a cada golpe que las palabras le propinan. Entre ellas, una asesina su alma, cose su boca, ata sus manos.
Cinco años de pasión, rotos y cosidos y vueltos a romper. Llenos de felicidad, de vida, de dolor. Pasión intensa, doliente. Felicidades, éxtasis perdidos, paraíso violento. Ángeles flamígeros en constante lucha. Cinco años de intensidades perdidos para siempre. Quebrados hasta los recuerdos del amor que se fue.

¿Quedamos mañana? Me apetece volver a verte por última vez.

Apetecer; No necesitar, no desear, no anhelar, no ansiar.

Apetecer, verbo asesino de almas, de deseos, de pasiones. Entumecedor de cuerpos, helador de manos, creador de yermos.

Ella no respondió. No pudo. El verbo creó el silencio.

FIN

sábado, 17 de octubre de 2009

ALMAS

Almas

Mi mirada se perdió en la tuya. No, no te conocía. Durante un momento tus rasgos clásicos, frente, nariz, mentón, boca me confundieron. Sólo tus ojos, líquidos, cálidos, castaños, volvieron a ser conocidos para.

Me miraste, por un momento reflejaste idéntica confusión en tu cara. Pensé... No, ni un pensamiento consciente pasó por mí. Un aroma a sal marina, a algas, a húmeda arena, a mar, surgió de ti y de mí. De nuestras miradas perdidas la una en la otra.

Mi mente se pobló de millares de imágenes, superponiéndose, solapándose unas en otras. Cuerpos, bocas, manos distintas, presididas por esos ojos castaños, soñadores, apasionados, clavados siempre en los míos. Miles de formas y momentos brotaron y crecieron en mi interior. Mi alma y mi sangre vibraban por ti.

Mi cuerpo sabio respondió, la humedad en mi sexo, la palpitación de mi vulva abriéndose instintiva, mis pezones irguiéndose, frunciéndose en la espera ansiosa de la caricia conocida. Temblé.

Sin poder apartar mi mirada de la tuya, imágenes de tus cuerpos desnudos retorciéndose contra los míos. De tus manos avanzando hasta mis sexos, acariciando, presionando, jugando con mis clítoris mojándose con mis jugos. Incontables lenguas, tus lenguas perdidas en mis bocas. Girando, danzando, lamiendo. Tus dientes en mis pieles, blancas, frescas, oscuras, elásticas. Mordiendo, apresando los pezones, devorando mi cuello, mi vientre. Estremecimientos sentidos en miles de pieles aún vivas en mí recorrieron mi cuerpo.

Mis piernas tensas, anhelantes, vivas recordaron las veces que fueron abiertas por tus manos, las veces que tus caderas se alojaron entre ellas. Mi sexo palpitó enloquecido recordando las penetraciones salvajes de tus falos henchidos, duros, dentro de mis líquidas, oscuras, cálidas profundidades. Mis caderas sintieron tus manos miles de veces agarradas a ellas. Mi alma y mi ser implosionaron en un orgasmo antiguo, nuevo, poderoso, mil veces multiplicado en el tiempo.

―Hola ―dijiste ofreciéndome tu mano― Soy Javier.

Fin.

viernes, 16 de octubre de 2009

ÁNGEL OSCURO

Medio sentado en el taburete, con las largas piernas cruzadas y los codos apoyados en la alta barra que tenía detrás. Lucas contemplaba su local como un cura sin fe miraría su iglesia llena de fieles.
Las mesas se escondían en la penumbra, iluminadas por pequeñas luces situadas en el techo y las paredes de colores cambiantes. Rojos, azules, verdes… daban a la gente que las ocupaban un aspecto infernal. La rubia inclinada sobre una de las mesas ofreciéndose al hombre cargado de cicatrices que le acompañaba, como un cordero pascual, bañada en luz carmesí. En otra, tres jovencísimos acólitos de alguna religión extraña se mantenían hieráticos envueltos en sus hábitos de cuero negro, caras fluorescentes entre destellos amarillos y naranjas. Más allá, al borde de la pequeña pista de baile, un hombre sólo, levanta su cáliz mientras mira los cuerpos que se retuercen consagrados a la música estridente que los eleva, sumergidos en la misma epifanía vibrante que les rodea. Destellos blancos traen a sus ojos imágenes fijas de ojos cerrados, gotas de sudor, bocas suplicantes, manos crispadas; rostros que invocan al dios y los santos de la noche.
A la derecha de Lucas, un grupo de mujeres, beatas aferradas a los cuellos de sus abrigos de pieles muertas, aceptaban las carísimas ofrendas servidas por Maria, la sacerdotisa nocturna, en el altar de la barra, sin dejar de vigilar asustadas y expectantes a su alrededor Un hato de ovejas que desean con desesperación un lobo que no llegará.
Deslizo la mirada por los seres que esperaban de las manos de las camareras su particular sangre de cristo que les haría renacer al mundo peligroso de la noche. Sus ojos tropezaron con una figura envuelta en ropajes oscuros, un pañuelo negro enmarcaba la cara blanquísima de una mujer. Rasgos duros, la nariz recta y fina, cejas negras y labios plegados en una sonrisa doliente, torturada. Con la cabeza inclinada y las manos apretadas contra el pecho le recordó el icono de una virgen rusa. Sintió una agitación leve en las aguas oscuras de su interior. Y se preguntó si sería la víctima propicia a inmolar en su cama esta madrugada, con la que intente aplacar a su dios de los recuerdos y las culpas.
La joven levantó expectante la mirada, sus pupilas negrísimas pasaron leves por el, hasta fijarse en la puerta del local. El perfil puro, recortándose luminoso contra las sombras indefinidas de los seres pegados a la barra. Unió las manos sobre su pecho en una inconsciente actitud de rezo. Curioso Lucas, siguió su mirada. El corazón se le detuvo… uno, dos latidos antes de volver a golpear con fuerza contra su pecho. La música violenta y dura de su paraíso nocturno. Los murmullos, los gritos de sus pobladores quedaron en suspenso. Un silencio lleno de gracia descendió sobre él. Allí ante la puerta, una aparición: Ella. Vestido blanco, virginal contra su cuerpo de ángel oscuro. Los ojos verdes y líquidos atravesando la distancia entre ellos. Lucas se inclinó en su taburete, buscándola. Consciente de pronto de sus manos, de las yemas de sus dedos deseosos, implorantes por sentir el tacto de la piel morena que hacía que su alma cayera en éxtasis. Deseo, placer, dolor a cada paso seguro y firme de la mujer.Aabsorbía las luces y las sombras del local, dejando tras si una extraña oscuridad formada por cuerpos que se tendían hacia ella, por miradas de salvaje arrobamiento.
Lucas se levantó, acercándose a ella: bebiendo de sus ojos: leyendo en ellos la respuesta a sus anhelos, a las pequeñas muertes de cada amanecer, la redención de los pecados que le acosaban cada noche eterna. La mujer le miró, sus pupilas: un universo de luces doradas en un mar verde. Sonrió: blancos dientes contra labios amatista. Alzó su mano ante él, dedos alargados y finos le rozaron la mejilla. Escarcha abrasando su piel siguiendo el camino del leve toque de esos dedos en el cuello, en el corazón. Palabras como obsidianas dejadas caer cerca de su oído: No, hoy no eres tú quien me llevaré. La desesperación negra y pesada naciendo en la boca del estómago. La risa leve, sin alegría que nace en la garganta divina antes de elevarse sobre sus diminutos pies y hacerse más grande que la vida misma y dejar caer un solo beso sacrílego sobre los labios de Lucas, antes de apartarlo y continuar su camino. ¿Cuándo entonces?― Preguntó él. La respuesta llegó a su mente sin que ella girara la cabeza, sin volverse a mirarlo, trazándose dentro de él, en su alma, en su sangre: Pronto.
Lucas la siguió con la mirada, su cuerpo clavado en el suelo, inmóvil abrazando la promesa hecha: Pronto. La vio acercarse a la joven de tez blanquísima Las manos de ambas se unieron, oscuridad contra luz. La joven se abandonó en el cuello de la diosa, ocultando el rostro. El pañuelo que envolvía su cabeza, resbala sobre el pelo rubio, casi blanco hasta caer a suelo, al pie de la barra. Ella la acogió, soltando sus manos, en un abrazo. Una virgen antigua con una niña dios contra su pecho. Iniciaron una danza atávica, íntima, de movimientos casi imperceptibles, piel con piel, torsos y caderas frotándose en un acople perfecto. Su miembro se agitó, el aliento atascado en su garganta, la necesidad comiéndoselo como un pequeño animal de dientes agudos en su interior.
Las manos de la mujer se trasformaron de súbito en garras sobre el cuero grácil de la joven, rasgaron la ropa buscando la carne. Se aferraron a los brazos desnudos dejando hilos de sangre antes de subir hasta su cara, alzándola. Dejando expuestos los labios tiernos y entregados, que tomó hambrienta entre los suyos.
Lucas sintió en él la arremetida fatal de la lengua inhumana, saboreando, robando la calidez ardiente del interior de su boca. Los párpados cubrieron sus pupilas, un orgasmo inesperado, restalló en su sexo haciéndole caer de rodillas, boqueando, jadeante. Desde el suelo una última visión: La mujer y la joven pasando a su lado, un destello de ropas negras y blancas moviéndose hacia la puerta, buscando la noche exterior. Una mirada verde sobre un hombro perfecto y una última sonrisa llena de tristeza: Pronto… volveré a ti.
.
FIN

sábado, 26 de septiembre de 2009

No tiene.

La verdad infinita escapa a mi comprensión. Acabas pensando que nada es cierto, que todo se mueve a bases de creencias convertidas en realidad. De la fe en algo. De los sueños que acaban estrellándose frágiles contra un duro suelo indiferente. Nada existe, nadie existe excepto este yo doloroso y solitario que acaba poblándome en los días grises y plomizos.
Prefiero el dolor punzante del ser que esta nada que me visita en días como hoy. Sentirme indiferente al presente y al futuro. Rabiando contra el pasado, irreconciliable conmigo misma. Ausente de mí. En estos momentos aferrarme a mis decisiones, a mis vivencias me jode el alma. La parte en largos cristales punzantes.
En estas horas toda mi voluntad y mi fuerza escapan cobardes por la puerta trasera. Sea. Dejo a la oscuridad interior adueñarse de mí. La dejo crecer entre mis dedos al ritmo en que tecleo y oréeme es más rápido de lo que pudieras tú pensar. Acaba subiendo por mis manos, mis brazos, mis hombros mi garganta, mi boca, mis ojos. Acaba devorando cada fragmento de piel, cabello, mucosa, humedad, sangre, huesos, pensamientos, venas, corazón, mente, alma que hay en mí. Se adueña y lo permito. Sin resistencia y sin lucha.
Cierro los ojos para no ver la luz que ilumina este miserable rincón en el que solo se mueven mis dedos. Tiemblo y permito al negro descargarse furioso contra la pantalla blanca. Es lo que soy, ahora. En este momento del que nadie me salvará. Nadie nos salva nunca.
Las palabras, pobres ellas, no hacen justicia al miedo, a la ansiedad, al dolor desabrido y sucio. Vulgar, increíblemente vulgar y muerto que crece y se embrutece deleitándose en si mismo. Irrumpe sin más, mostrando la fea cara de lo que es y lo que fue.

EL FIN.

Valencia, 14 de abril de 2093

Víctor Barceló Mora
Director unidad de Tocología
Hospital General Universitario




Querido Victor:

No puedo ni debo suavizar la respuesta a la pregunta que me planteaste. Cierto. Desde hace tres meses se constata que no nacen niños. Los sondeos se llevaron a cabo con el secretísmo que merece esta situación.
Sé Víctor que, como médico tocólogo, sabía que algo raro sucedía, mucho antes de decidir ponerte en contacto conmigo.

Las cartas que tanto tú, como colegas tuyos de todo el mundo enviaron hace unos meses, comunicándonos la escasa tasa de natalidad, alertaron al centro mundial de planificación y creación de la familia humana.

Y aunque en un principio no le dimos demasiada importancia, el problema se agudiza conforme pasa el tiempo.

Aún así este terrible asunto no crearía un conflicto insoluble por la existencia de grandes reservas en los bancos de esperma y óvulos, que tú mencionas en tu carta, como posible solución momentánea a este tema.

Más lo que parece que afecté a la reproducción humana por vía natural, también actúa sobre estas reservas.
Se realizan en este momento cientos de análisis en los bancos de esperma y óvulos, así como en los centros de reproducción asistida. Los nulos resultados en cuanto a fertilidad de estos, desconciertan y asustan a los investigadores.

El otro problema que planteas, el de los embarazos en curso, acontece que todos ellos se han detenido en el plazo de estos tres meses, por ahora, no recibimos informes de que ninguno de ellos prosperé, pero se sigue recogiendo datos en todo el mundo, incluso en los lugares más apartados.

Los más importantes miembros de la comunidad científica en todas sus ramas, las agencias de inteligencia militar y civil de todo el mundo concentran sus privilegiadas mentes en investigar las posibles causas de este catastrófico suceso.

Todas las líneas abiertas de trabajo, contaminación, la capa de ozono, posibles radiaciones espaciales, cambios en las emisiones solares, entre otras, no ofrecen resultado alguno.

En cuanto a informar a la población en general, como sugieres, no se contempla como factible en este momento. A pesar de que un amplío sector de la sociedad, médicos, enfermeras, empleados de salud pública y de la seguridad mundial, conocen en todo o en parte la grave adversidad a la que nos enfrentamos, son personas conscientes del pánico que tal noticia podría generar. Creemos conveniente para evitar mayores desgracias, ocultarlo hasta que podamos dar a conocer también un resultado alentador.

Querido amigo, lamento comunicarte que si no ocurre un cambio positivo en las investigaciones, los cálculos aproximados para la desaparición total de la especie humana, se estima entre ochenta y cien años. Mucho antes de esta fecha, los cambios de la media de edad en la población crearan unas dificultades imprevisibles.

Roguemos a Dios, estimado Víctor, por la salvación de la humanidad.

May

martes, 22 de septiembre de 2009

Diálogo inacabable.

Ella dijo: He querido a quien no existe y he dejado de amar al que es. Me he preguntado el porqué de este amor y desamor. No he hallado la respuesta. Pequeñas justificaciones mezquinas han llenado mi mente.
Él dijo: Siempre estuve allí para que me vieras. Te di las claves suficientes para que entendieras que yo no era ese que tú amabas.
Ella dijo: Es cierto, pero yo no las quise ver. Preferí cuando nos engañabas a los dos. Hasta que ya no fue suficiente.
Él dijo: Elegiste, por tanto. Huiste.
Ella dijo: No, fue mi instinto quien eligió huir.
Él dijo: ¿Y tu instinto te hace feliz?
Ella dijo: No. Me hace entera.

domingo, 20 de septiembre de 2009

Pensamientos.

Tristeza infinita del ayer que se presenta. Lo que fue y no fue. Un acertijo que no supe resolver, un problema al que no hallé solución. Un teorema sin comprobación, un experimento si resultados. Y aún así, sus ecos resuenan desde mi estómago hasta mi cerebro cuando ya el sonido quiso ser olvidado.
Como la semilla que duerme en el invierno, la que espera en el desierto. Aquella que aguarda unas gotas de húmeda vida para desenroscar tímidamente sus zarcillos. Aquella que escondes en el lado oscuro, firmemente entrelazada con lo que fuiste y serás.
Pasas de puntillas cada día por el lugar donde reposa. La rodeas, la evitas, miras hacia otro lado, ni siquiera te atreves a pensar en ella. Sabes que está, sientes el espacio que ocupa, el vacío que deja.
Y sigues adelante, un paso detrás del otro. Mirando de frente. Cubriendo la semilla con la tierra de cada día. Arrastrando lo que fuiste tras de ti. . Descubriéndote cada mañana. Siendo.

martes, 1 de septiembre de 2009

HOY NO QUIERO QUE ME AMES

Ven, tómame. No me mires a los ojos mientras lo haces. Tan solo hazlo. Llénate de mí, mientras te vacías. Bésame, sí. Muérdeme la boca. No, no te quiero dulce, ni amante, ni considerado. No, no quiero que pienses en mí, que sientas por mí, que decidas por mí. No quiero tus manos lentas, suaves, recorriendo mi contorno, mi cintura, mis caderas como las alas de una mariposa. No, no quiero que pienses en usar tus labios, tu lengua para recorrer cada centímetro de mi piel. No quiero que esperes mis tímidos gemidos, no quiero que pienses en estar alerta al momento en que voy a rendirme, no quiero que deslices un tímido dedo por mi sexo esperando la promesa de mi humedad. No.
Hoy quiero que me rompas. Que me pegues a tu cuerpo, que abras mis piernas, que me folles como no lo has hecho nunca. Quiero que te mueras por sentirte entre mis muslos, por sentir mi cuerpo pegado a tu piel. Ábreme con tus manos, frótate contra mi sexo. Coge mis caderas con fuerza, pon las manos en mi culo, levántame hacia ti. Así. Pierde la razón, jadea, gime, grita en el deseo. Quiero sentirte duro, fuerte, buscando ciego el camino a mi sexo mojado por ti, para ti. Muérdeme el cuello, esconde la cara en mi pelo. Respira en mi oído. Clávame contra la cama. Necesito tenerte animal, abandonado, poseyéndome con dureza. Vuélvete loco al deslizarte dentro de mí, empuja con tus caderas una vez y otra y otra. No pienses, solo siente. Busca con tus manos mi cuerpo. Agárrate a mí. Aprieta mis pechos, mi cintura, mis caderas. Rásgame, necesítame: entera, abierta fundida en ti. Hazme olvidar quien soy, que quiero, que busco.
No, hoy no quiero que me ames.

Ausencia. (El primer intento durante el taller sobre el realismo sucio).

No llego a ser relato de realismo sucio porque se me desmandó. Pero bueno. El otro día le di un repasito y aqui está.


Nada fue posible. A pesar del intento de hacerlo funcionar. La noche estaba
definitivamente muerta. Cerró los ojos y le dejó hacer. El sexo torpe y alcoholizado con el hombre que había conocido esa noche no le haría olvidar. Se resignó a que un peso más cayera sobre ella. Las lágrimas se presentaron sin advertencia, presionando sus párpados fuertemente cerrados. Negras gotas de rimel resbalando por sus mejillas. Deseó que todo terminara, que el hombre cesara sus bruscos manoseos. El olor a sudor agrio, a sexo triste y sucio le golpeo el olfato. Tuvo la sensación de que nunca terminaría, que esa noche sería infinita. Y estaría eternamente atrapada bajo el peso de ese desconocido. Oyendo su respiración agitada, aplastada bajo su peso, envuelta en vaharadas de aliento alcohólico. ¿No acabaría nunca? El alcohol convertía el falo en un instrumento de tortura golpeando su sexo, una y otra vez y el hombre era lo suficientemente joven para no rendirse al cansancio. Eva le miró. Los ojos de él estaban entreabiertos, perdidos en algún punto de la almohada, la boca fruncida dejaba ver el brillo de los dientes, que por un momento se le antojaron peligrosos, toda su cara se arrugaba en una mueca feroz de concentración. No había placer en su rostro. Por un momento deseo saber que había en la mente de ese ser, tan ajeno a ella. La curiosidad murió apenas sentida y el hastío la inundó de nuevo. Le ardían los muslos por el eterno rozamiento de sus caderas. Suspiró y deseo terminar con aquello. Ya mismo, en ese momento. Y fingió como lo había hecho antes, aceleró la respiración, gimió suavemente, meneo sus caderas con más fuerza, susurro en su oído obscenas palabras de aliento…imprimió con esfuerzo energía a sus brazos, a sus piernas, tensó los músculos de su sexo entorno al falo invasor, aprisionándolo voluntariamente contra si. Él percibió el cambio y jadeante redobló la fuerza de su penetración. Le gritó sucias palabras al ritmo enervante de sus embates: Puta, cerda… te gusta así, duro, fuerte…como a todas, zorra… la letanía continuo cada vez más humillante, más sucia. Y a su pesar, las palabras hicieron eco en algún rincón de su cuerpo, la alzaron, la penetraron y excitaron como no podía hacerlo el cuerpo de ese hombre. No hubo tiempo para la vergüenza y el temor. Tan solo para sentir como su sexo se humedecía, como los estremecimientos, esta vez verdaderos, la recorrían. Como el abandono a las sensaciones llegaba a su cuerpo cuando los dientes de él se clavaron en su garganta, sus manos se cerraron violentas en sus nalgas, abriéndola aún más para él. Corrió desesperada hacia el resplandor blanco del olvido. Se arqueó salvaje contra él. Incrustó sus pechos, sus caderas contra el cálido cuerpo masculino. Toda ella sexo pulsante, ciego, anhelante y voraz. Su propia respiración resonando en sus oídos, entrecortada, febril… deteniéndose un segundo, dos en su pecho. Y al fin, la implosión radiante, fragmentando su interior. El lento aquietamiento de su sangre, de sus músculos, la vuelta del no ser encontrado y perdido una vez más. Y de nuevo la realidad. Al hombre que aún se esforzaba en alcanzar su propia liberación, ajeno a ella. Al asco de si misma, empapada en el sudor y la saliva de ese desconocido. Las ansias de apartarlo de un empujón, de liberarse de su peso, de su contacto. Y aún así permanecer pasiva, resignada, esperando a que él terminara con ella. Permitiéndole las últimas penetraciones, violentas, dolorosas, el gruñido obsceno que acompañó su orgasmo. Sintió el peso muerto de su cuerpo, cuando el cansancio venció la tensión de sus brazos. Percibió en su boca, su nariz, sus mejillas, la vaharada alcohólica y maloliente de su respiración cuando se derrumbó sobre ella, ya dormido.
Con un tremendo esfuerzo, salió de la cárcel de esos brazos extraños y se deslizó fuera de la cama. La suya. El olor pesado y agrio del desconocido llenaba la pequeña habitación. Con un estremecimiento abrió la ventana. El aire frío de la madrugada le golpeo la cara, la atravesó y recorrió los rincones de la habitación limpiándola. El hombre murmuró desde la cama y se revolvió inquieto. Eva mantuvo un instante más la ventana abierta, permitiendo que el aire y la noche la envolvieran. Después cerró, se acercó a la cama y lo miró. El sueño había suavizado sus rasgos, la ancha mandíbula se había relajado, los parpados cerrados parecían delicados y casi trasparentes, la barba empezaba a nacer, dura y negra dándole un aspecto peligroso, Eva pasó la yema de los dedos por su cara sintiendo la textura de la piel gruesa y basta. El pelo oscuro, revuelto, tan largo que se enredaba en sus hombros le confería una especie de inocencia salvaje. Se sentó en la cama, junto a él y apoyó su cuerpo desnudo contra el cabecero. Ni siquiera sabía su nombre. Hubiera deseado echarlo. Necesitaba estar sola de nuevo.
Cerró los ojos cansada. Y los recuerdos volvieron de nuevo. Se había ido para siempre. Hacía más de tres años desde la última vez que se habían tocado. Desde que se habían separado con la promesa de volver. De estar juntos para siempre. Ya nunca más vería sus ojos castaños, no sentiría sus manos en su cuerpo, ya nunca le sonreiría. Y nunca más una mirada, un roce, una palabra, una sonrisa bastarían para que su piel se erizara, para que su sexo se mojará, para que su corazón latiera. Rompió su promesa y le quebró el alma.

Ejercicio 31 REALISMO SUCIO

Crear un texto con las características del realismo sucio.

Es una forma de narrar historias sobre personajes "normales", grises, perdedores o a los que no les sucede nada extraordinario.

Es minimalista: utiliza los minímos recursos para contar historias cotidianas. No pretende crear moralejas, ni juzgar situaciones ni personajes, e incluso, deja las historias sin cerrar (cuenta retazos de vida, y la vida sigue fluyendo).
Su fórmula de escritura corriente ha influido en muchos escritores. Referentes del realismo sucio: John Cheever, Raymond Carver o Richard Ford.

No muestra grandes pasiones, sino la vida en sus peores momentos o pequeños incidentes cotidianos.
Basa su desarrollo en la empatía (relación lector/personaje-historia).
Son las cosas que vivimos normalmente y que reflejan con mayor exactitud las complejidades del alma humana, esta cercanía convierte a la obra en algo humano, real, intenso.
Puntos clave:
1.-Sus temas son la rutina, la ausencia de heroísmos, las desesperanzas diarias, los mundos grises que rodean a las personas.
2.- Debe tener naturalidad narrativa. Capta las conversaciones tal y como las realizamos.
El lenguaje es común y corriente. Los mínimos adjetivos posibles. No existen las figuras literarias. Apenas hay descripiciones: el bar es el bar, el dormitorio es el dormitorio, el viejo Ford es el viejo Ford.
3.- Los personajes no son ni buenos ni malos. Son torpes, débiles, en ocasiones algo menos cultos que el lector y sus recursos son más limitados. (desempleo, rotura matrimonial, alcoholismo, drogas, chantajes emocionales, amistad/enemistad)
4.- Aunque la historia parece cerrarse, deja más preguntas que respuestas. Puede que los personajes conduzcan la historia hacia un final prometedor, pero no termina de cerrarse. No siempre se resuelven los conflictos cotidianos.
5.- Se puede narrar desde la primera o desde la tercera persona, pero no se juzga, ni se analiza . El narrador debe ser invisible, pasar desapercibido y comportarse como una cámara de fotos. Es el lector el que debe sacar sus conclusiones y juicios de valor.

6.- [b][u] En las historias de realismo sucio cada pequeño detalle tiene valor simbólico. Se busca un efecto único para trasmitir la complejidad de la naturaleza humana. Son los detalles ambientales, los objetos que rodean a los personajes, sus gestos y las actitudes que presentan lo que nos dice que le sucede por dentro. Se debe hacer una cuidadosa selección de detalles aparentemente superficiales que sean reveladores.

Bueno y después de este pequeño rollo:
PLATOS SUCIOS.
Entró en el piso. Las diez de la noche. Dos horas más tarde de su horario habitual. Le dolían los pies. Soltó los zapatos en el estrecho recibidor. Escuchó el televisor. Caminó descalza hasta la sala. Vio su silueta a la luz mortecina del televisor.
―Hola. ¿Qué haces?
―Calla, Marisa. Estoy viendo el fútbol. Es la final.
―Mierda. No me acordaba. ¿Has sacado los filetes para la cena?
Antonio murmuró algo, mientras tomaba una cerveza de la pequeña mesa de cristal. Marisa suspiró mirando los cercos de humedad, dejados por la botella helada, brillando con la luz cambiante del televisor. La voz exaltada del comentarista anunció un gol que hizo que Antonio se hundiera más en el asiento.
Marisa salió de la sala, recorrió el estrecho pasillo a oscuras hasta la cocina, que iluminó con un pequeño golpe en el interruptor de la luz. El tubo fluorescente parpadeo hasta estabilizarse, la luz blanca resaltó los objetos sobre el banco y en el fregadero. Platos, vasos, cubiertos… abandonados desde el día anterior. Una bandeja de carne a medio descongelar en la pequeña mesa. Marisa empezó a cocinarlos mientras abría el grifo y llenaba la pila de agua. El dolor arrancando desde sus pies subía hasta las caderas y los riñones, cuando se inclinó a tomar el estropajo. La mirada fija en los azulejos manchados de grasa y agua.
― ¿Ya está la cena?―Antonio se apoyó en el marco de la puerta.
―En unos minutos. ¿Se terminó el fútbol?
―Está en el descanso. Estos imbéciles con los millones que ganan y no saben ni darle al balón. ¿Qué tal el día?
―Bueno… he tenido algunos problemas con el jefe…
―¡Ufff! No me hables de problemas. Hoy en la obra el encargado me ha amenazado con despedirme. No se puede hacer el trabajo de quince hombres siendo solo diez. El muy cabrón quería que hiciéramos horas extras sin cobrarlas. Le he dicho que no, que contraten más gente o que paguen las horas extras. Y los compañeros… los compañeros todos unos cerdos, tragando cualquier cosa… Venga, ponme la cena si está, que empieza el fútbol.
Marisa se secó las manos despacio. Sirvió las cortadas en un plato y se lo alargó.
― ¿Tú no cenas?
―No, me voy a dormir ya. Estoy muy cansada, ya acabaré esto mañana…
Antonio dirigió una mirada despistada a la cocina. Los platos a medio fregar, la encimera sucia, la pequeña mesa repleta de y bolsas para guardar. Se encogió de hombros y se marchó.

Marisa se metió en la cama, después de desnudarse, estirando sus miembros cansados como un gato. Y esperó el sueño, que llegó pesado e intranquilo.
Se despertó con los movimientos de Antonio. Abrió los ojos. Sentía la dureza del miembro en su interior. Como casi cada noche Antonio entraba en ella con eficiencia. A rápidos intervalos regulares. Les iluminaba el costado derecho la bombilla de la lámpara sin pantalla. Marisa se dejó hacer, con las piernas abiertas por él mientras dormía, recibiendo el peso sudoroso sobre su pecho y su estómago. Estaba cansada. Le dolían aún los pies de pasar el día en el supermercado, incluso las piernas que mantenía flexionadas le ardían. Dejó vagar la mirada por la habitación. “Ojalá termine pronto” pensó. Repasó brevemente su cara. Los ojos cerrados, la boca abierta, arrugas de concentración en la frente. Apartó la vista. No quería que la viera con los ojos abiertos. De pronto el ritmo del miembro cambió y la respiración de él se aceleró. Empujones irregulares, fuertes. Marisa suspiró y elevó un poco las caderas. Él se detuvo con el miembro completamente hundido en ella. Se sacudió un par de veces y con un chillido ahogado, se corrió. Antonio dejó caer la cabeza contra su hombro. Tomó aire un par de veces y le rozó la oreja con los labios antes de apartarse y dejarse caer en su lado de la cama.
―Apaga ya, Marisa.
Antonio puso el despertador, media hora antes que de costumbre. El sexo le ayudaba a dormir.
Fin

sábado, 8 de agosto de 2009

EL JUEGO

No conozco nada de ti, solo tu voz y el olor de tu colonia. Recuerdo el día que te acercaste a mí en el metro. Rodeada de gente, agobiada, estaba perdida en mi interior, cuando te oí.

Siempre pareces tan triste ―susurraste en mi oído― tan cansada y tan sola. Te he elegido. Serás mía.

Asustada, traté de alejarme de aquella voz. Pero tu risa; una mezcla de sensualidad y ternura, me paralizo.

Tranquila, jamás te tocaré si tú no quieres ―tu voz profunda y bella, despertó anhelos en mí―. Te contaré historias y te invitaré a juegos. Solo hay una condición, no me miraras hasta que estés dispuesta a entregarte a mí.

Temblé, una emoción extraña se despertó en mi interior. Y sin poder evitarlo mi alma captadora y contadora de cuentos se sintió atraída por la propuesta. Asentí sin hablar.

Desde ese momento, cada día me encuentras en el metro. Yo cumplo con mi trato y no te busco, ni trato de verte. Me cuentas historias de amor. Algunas son tan bellas que me hacen llorar. Pero otras son perversas, sexuales, te recreas en cada detalle, en cada cuerpo, en cada acto. Y esas, esas... me hacen estremecer.

Hoy, me has invitado a un juego. Me has susurrado todo lo que quieres que haga para ti. Pensé en negarme, pero sé que ya no puedo. Que ya no quiero hacerlo.




Cuando llegué a casa, una ligera excitación jugaba con mi cuerpo. He caminado rápido, preparándome ya para iniciar el juego.

Al llegar, he entrado en el baño para preparar mi cuerpo para ti y he dejado que te colaras casi de puntillas en él. Mientras me desnudaba sentía tu mirada detrás de mí, observando, mirando mis movimientos a través del espejo.

Me he inclinado despacio, ofreciéndote la visión de mi cuerpo, de mis nalgas enfundadas en los vaqueros negros para quitarme las sandalias. He desabrochado el vaquero, sintiendo tus ojos seguir mis manos mientras bajaba los pantalones y se deslizaban de mis caderas a los pies.

Me he mirado en el espejo, tratando de saber que pensarías. La camiseta de tirantes ocultando casi las braguitas negras. Te he sentido tranquilo en tu excitación, contenido, impulsándome a seguir adelante.

He tirado de la camiseta hacía arriba. Hoy ni siquiera me he puesto el sujetador con las prisas: mis senos están plenos, ligeramente inflamados. El pezón ya fruncido por la excitación de mis propios pensamientos.

He llegado a creer que estás allí, detrás de mí contemplando cada movimiento que hago. Me envuelves con tu presencia, y el juego casi ha dejado ya de ser un juego. Sorprendo mi propia cara en el espejo; los ojos entornados, líquidos, brillan. Los labios entreabiertos y húmedos por que he pasado la lengua por ellos de forma inconsciente, el rubor en los pómulos... casi puedo sentir que te acercas y te pegas a mi espalda, que deslizas tus manos sobre mi cuerpo sin llegar a tocarlo, tan cerca que puedo sentir el calor que emana tu piel.

Escucho mi propio jadeo involuntario, me sorprende tanto, que me saca del juego. Y una parte de mí, la que anota las realidades me sonríe burlona. Acabo de desnudarme y entro en la ducha, permito que el agua fría caiga sobre mi cuerpo durante unos instantes, es un ritual. Voy graduando el agua a tu gusto. Deseas que este muy caliente, todo lo que yo pueda soportarla, que sensibilice mi piel más de lo que ya está. Cuando llego a este punto, olvido todo, apoyo mi frente en los azulejos y dejo que el agua corra desde la nuca hasta los pies.

Adoro esa sensación de estar aislada, el sonido del agua, la calidez y la fuerza del chorro sobre mis hombros y la columna. Me lavo el cabello, nunca me siento completamente limpia si no lo hago. Y tu quieres que lo esté.

Enjabono mi piel centímetro a centímetro, me acaricio con la esponja, insisto en mis pechos, los costados, el estómago... Con mis manos llenas de espuma vuelo a ser consciente de tu mirada, y ralentizo los movimientos. Empiezan a ser caricias. Caricias perversas, por que sé que me miras.

Juego con mis pezones, con mis caderas. Levanto un brazo para enjabonarlo cuidadosamente. Me giro mostrándote mi espalda antes de inclinarme a lavar mis piernas; empiezo desde el tobillo, con ambas manos. Y me parece escuchar como se acelera tu respiración al observar mi culo y mi sexo desde esa postura.

Una calidez líquida se dispara, repentina en mi estómago, al pensar que podría hacerte perder el control. Sonrío para mí con los ojos cerrados, y esa imagen tuya, contenido y conteniéndose me induce a ser un poco más atrevida. Paseo mis dedos sobre mis nalgas, acaricio y resigo con sus puntas enjabonadas la línea que las separa, juego un poco con el pequeño orificio, tan sensible, juego a enjabonarlo bien, para tu deleite.

Me enderezo, y vuelvo a mirarte a los ojos. Ahora casi con descaro subo una pierna al borde de la bañera. Deslizo la mano por mi sexo; lavando cada pliegue, cada rincón con suavidad. Empiezo a transpirar a pesar de la humedad, la temperatura de mi cuerpo y mi imaginación han ido subiendo. Me siento líquida y extraña. He dejado que de nuevo el agua muy caliente corra por mi cuerpo, llevándose la espuma.

Me envuelvo en una toalla, grande, esponjosa, que me encanta. Y casi sin mirar al rincón donde tu esperas mis próximos movimientos, he abierto la puerta del baño. Sobre la cama me espera ―no un camisón, sino una larga bata blanca―. Tiene un aspecto virginal e inocente. La deslizo sobre mi cuerpo aún mojado y su tacto de satén, suave y aterciopelado desmienten su aspecto, me hace sentir voluptuosa y entregada. Ato la cinta de raso a mi cintura cerrándola contra mi cuerpo. Te miro. Ya casi no necesito imaginar. Estás aquí, conmigo, sentado en la orilla de la cama.

Vuelvo a ruborizarme cuando te pido que me sigas, y te llevo a la habitación que es más mía en toda la casa. Aquí donde escribo, donde estudio, donde dejo aflorar lo más íntimo de mí. Hay un enorme armario con puertas de espejo, donde podré mirar mi cuerpo mientras me masturbo para ti.

Entras conmigo, penetrando en mi intimidad de una forma que no lo ha hecho nadie. Te acercas a mi sillón; negro, de cuero, con reposa brazos. Ignoras el ordenador que tantos sueños a medias contiene, y lo acomodas para que se refleje bien en el espejo.

Ahora siento que el mando lo tienes tú. Te sientas en el sillón y me ordenas que me acerque: me pides que me siente en tu regazo, que me mire en el espejo. Siento tu cuerpo bajo y alrededor del mío. Me reclino tímida, apoyando la espalda en tu pecho. Miró al espejo, la tela que me cubre tan delicada, con la humedad transparenta mi piel. Son tus manos las que desatan el flojo nudo de la cinta. Con tus ojos clavados en los míos a través del espejo abres la prenda, apartándola grácil hacía los costados de mi cuerpo, tomas mis piernas con tus manos y las dejas caer a cada lado de las tuyas. Me siento vulnerable. Expuesta a tus miradas y deseos.

Mírate ―tu voz susurrada llega a mis oídos― cuéntame...

Mi piel aún esta húmeda. Me miro en el espejo y casi no reconozco a la mujer que esta ahí, abandonada a tus deseos. Pretendes conocer todos mis secretos. Veo esos ojos en los que hay un brillo no usual, la transpiración que empieza a aparecer sobre el labio superior, la postura un tanto forzada del cuello, el pelo que comienza a ondularse un poco, oscuro, sobre el blanco de la bata.

Recorro la extensión de mi pecho hasta el nacimiento de mis senos. Tus manos cogen las mías y con suavidad me muestras como quieres que me toque, empezando desde la clavícula, acariciando esos huesos firmes bajo la piel, deslizo bajo tu mirada las puntas de los dedos en el hueco, repasando los entrantes y salientes, meto la mano bajo la bata hasta llegar al hombro, lo siento redondo bajo mi mano.

Con suavidad, vuelvo hacía mi cuello, acaricio sus costados, la tierna carne bajo la mandíbula, bajo por la columna del cuello hasta encontrarme con el nacimiento de los senos. Utilizo las dos manos, la sensible punta de los dedos, el contacto firme de las palmas. Poco a poco aumento la presión, rodeo mis pechos con firmeza, los aprieto hasta sentir un punto de dolor. Los ofrezco a tu mirada tomándolos de la suave zona inferior.

Ahora mi sexo parece convertirse en líquido, late con cada caricia a mis pechos, con cada presión... Deslizo mis dedos trazando un camino sobre mi estómago. Son tus manos las que abren aún más mis piernas. Flexiono una rodilla, forzando la abertura al máximo. Nunca me había mirado así, un destello de humedad baña mi sexo.

Son tus manos las que imagino abriendo los labios de mi sexo, dejando ver el rosado interior. Subes hasta su vértice y me muestras el clítoris apenas visible. Cierro los ojos. Con esa imagen en mi retina, un jadeo me sube por el pecho, y salta casi explosivo al aire. Deslizo mi mano hasta mi coño, ya no aguanto mas...

Introduzco un dedo en mi vagina, la exploro con suavidad, siento como se contrae. Humedezco el dedo en mis fluidos y acarició con delicadeza mi clítoris, despacio dejando que las sensaciones se sucedan. Que me inunden. Mil imágenes recreadas cruzan mi mente. De ellas, solo una: la de tus ojos fijos en mis manos mientras me masturbo hace acelerar mi respiración.

Mis dedos resbaladizos por mis propios jugos se deslizan con rapidez sobre mi clítoris. Deseo... deseo... Ya no quiero solo imaginar tu mirada. Quiero sentir tus manos levantando mi bata, cogiéndome de las caderas. Notar tu polla contra mi culo buscando el camino… ¡Joder! Quiero sentirte dentro llenándome, distendiendo la carne de mi vagina, avanzando entre la presión de mis músculos internos, llegando hasta mi útero. Estoy a punto de explotar.


De súbito no puedo contenerme más. Me inclino sobre la silla buscando la presión del borde. Me muevo con abandono salvaje alimentando las llamas que se han despertado en mi cuerpo. Este calor que consume hasta el aire de mis pulmones, haciendo que jadee entre sollozos. Mis dedos vuelan, abandonados a su ritmo cada vez más insistente y rápido. El resplandor estalla por fin, oleajes de placer se abaten sobre mi cuerpo uno tras otro. Dejándome débil y temblorosa acurrucada en la silla.

Abro los ojos y me sorprendo en el espejo. ¿Quién es esa mujer con los muslos aún abiertos, la mano en su sexo, el pelo enmarañado sobre la cara? No me reconozco, me da vergüenza mirarme y aún así me observo para grabar todos los detalles en mi memoria. Es lo único que me has pedido: que te cuente la imagen que aparecía en el espejo después de masturbarme. Empiezo a pensar que este juego puede ser peligroso.

FIN

viernes, 7 de agosto de 2009

LA VISITA

Ayer fue un día largo. Comenzó cuando Chelo, una amiga de la infancia vino a visitarme. Tal como es ella, demasiado temprano, demasiado animada, demasiado pendiente de mí. Hablando sin parar, siguiéndome por todas partes mientras yo trataba de poner algo de orden en el caos que es habitualmente mi casa. Me seguía de la mesa del comedor a la cocina, pasando por el pasillo, con un incesante chorro de palabras que yo asimilaba más mal que bien. No dormí demasiado la noche anterior y Laura acababa de despertarme un momento antes de que Chelo llamara. Así que sin mi café mañanero y a pelo (esto es un decir porque pelos, pelos... los de la cabeza) escuché un torrente de palabras, las más repetidas: Trabajo, casa, marido, comidas, estoy bien, estoy muy bien, piscina y la ganadora: dinero, dinero, dinero... cálculos económicos de quien pone a la cabeza de la vida la seguridad financiera.

Pongo la cafetera al fuego. Cojo la escoba, sigue detrás de mí. "Me pones nerviosa" le digo. "Siéntate en alguna parte y calla un poco, coño" pienso que no digo. No se me dan bien las relaciones humanas antes del primer café, pero aún sé guardar un poco de compostura y por eso callo. Y porque pienso, ¿suelto la bomba ahora o mientras tomamos el café? Veo que Laura aún no se ha marchado a clase y decido esperar. ¿Qué bomba voy a soltar? Bueno, la mayoría de los que me conocen, lo sabe, ella no. Todavía. Escucho que la puerta se cierra. Laura se ha marchado. El café aún no está listo. Es igual, me giro hacia Chelo con la escoba en la mano. Lo suelto de golpe. Me voy a separar. Se queda muda. Le señalo uno de los carteles que desde hace unos días adornan los balcones de casa. Vendemos el piso. Preguntas, preguntas, preguntas... ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?... Respondo lo mejor que puedo, tampoco puedo hablar mucho. No lloro, ni siquiera siento ganas de hacerlo. Recuerdo un tiempo en que no hubiera podido parar de hacerlo.

En mi casa las paredes oyen. Decidimos tomar el café. Me pide un cortadito con la leche fría. Sirvo el café. Lo tomo y acabo de ordenar sofás, barrer y fregar el suelo donde está más pegajoso. A alguien se le ha debido caer algo.

Mientras Chelo me mira:

"¿Estás... más rellena? me dice. Con esas mismas palabras que me hacen sentir un pavo de navidad, un pollo relleno con bacon y queso, un... Mierda, es única para animar.

"No creo" balbuceo. "Uso la misma ropa que el año pasado cuando nos vimos". Renacen mis inseguridades. Joder, a sandía toda la semana (es patético, pero en otro momento de mi vida también hubiera sentido ganas de llorar por esto).

Se termina el café. Me ducho. Me visto. Blusa nueva, blanca con dibujitos morados, de la que no estoy segura y pienso: "Coño, esta es brutalmente sincera, que me de su opinión". Pregunto (inseguridades) me responde: "Sí, estás igual, la blusa te queda bien" y un "vámonos ya, que se hace tarde".

Decidimos pasear por la playa. Dos kilómetros y medio hasta el puerto. Cinco entre la ida y la vuelta que nos llevan dos horas, porque hablamos más que andamos. ¿Por qué tiene que pararse para escucharme? ¿Si anda se le cierran los oídos? dudas existenciales.

Repasamos todos los detalles de mi matrimonio. Insiste en preguntar que es lo peor de todo. Que me llevó a esta decisión. No sé que responder. Detalle a detalle son pequeñas cosas. Muchísimas pequeñas cosas. Y en conjunto llego a la conclusión de que se acabó la paciencia, Eros se fue y se llevo la venda, se acabó el amor. Más por un proceso personal mío que por cambios en él. Me dice una cosa que me sorprende. Cuando hablamos hace unos días por teléfono y la medio avisé de que habían cambios importantes se imaginó que me había echado un amante. Lo definió como algo mío pero que no afectaría a mi relación de pareja. Incomprensible. ¿Si me echo un amante no afecta a mi relación?

Cambio de tercio: me cuenta sus andanzas. Sus ligues de bus. Sus salidas de cada sábado a la discoteca "Golden". Discoteca de viejos (con todos mis respetos y de ambos géneros) y desesperados donde las allá Eso sí, por la tarde y solo hora y media. Sola. Con permiso a regañadientes de su marido que tiene aficiones de Colombaire (estos tíos que hacen competiciones con palomas o palomos o lo que sea) y los fines de semana se los pasa enredado con concursos y demás.

Para no cansar, dos horas de charla dan para mucho. Unos detalles que me hacen gracia: ¿Por qué a los maridos de algunas amigas en general y al de Chelo en particular, no les hago demasiada gracia? ¿Por qué Chelo si es tan feliz en su matrimonio y se siente tan bien con él, no dejó de repetirme exactamente eso durante toda la mañana? ¿En qué sentimiento íntimo se siente amenazada por mi decisión? ¿Qué conclusión se sacaría de la frase de Chelo: Ya sabes que nunca he estado enamorada de Fran (su marido) pero que lo quiero mucho? Y el remate: Entonces... ¿Algún sábado te vendrás conmigo a la discoteca?

La movida de la noche en el cumpleaños de mi hermana... la dejo para otro ratito.

domingo, 2 de agosto de 2009

LA FERIA.

Ejercicio: Tiempo.

El niño corre colina abajo. La vista clavada en la pequeña multitud del llano. Luces, sonidos, olores llegan hasta él. “La feria, la feria”, piensa para si. Se gira solo una vez. Saluda a su hermano Manuel, que lo mira desde la cima de la colina junto con su novia. El niño siente tintinear en su bolsillo las fichas que le ha regalado su hermano por su cumpleaños. Va por primera vez sólo a la feria. Media hora, le ha dicho Manuel poniéndole su propio reloj en la muñeca.

Corre sintiendo el aire en la cara, se precipita hacia el ruido, el color. Se hace uno con ellos. Jadeante se detiene. Mira a su alrededor. La montaña rusa, el pulpo, los coches, la casa del terror, la noria… tan alta. La gente pasa por su lado, siente su calor, escucha sus risas sin entender nada, sólo mira. Ve al hombre que de pie junto a la montaña rusa, anuncia el comienzo de un nuevo viaje. Corre con su ficha en la mano, y se la entrega mientras sube de un salto al carro. Lo mira y sonríe. Le late el corazón, cada vez más aprisa. Está solo. El hombre se inclina y le ajusta la barra de seguridad. Indiferente le pregunta si va solo. Va hasta el siguiente carro, sin esperar su respuesta. El hubiera querido gritarle que es la primera vez que sube solo, pero que eso que le muerde el estómago no es miedo, es la emoción de saber que pronto va a volar. Qué nadie le agarrará de la mano, que nadie le pedirá que se este quieto, que nadie sabrá excepto él si se asustó o no. Se sienta muy derecho, guarda las dos fichas que le quedan en el bolsillo, mira el reloj, la guja corre y ya han pasado más de diez minutos desde que se despidió de su hermano. Mira a su alrededor y ve como un niño le señala, y comenta algo a su madre que lo tiene sujeto por los hombros; ve a ese hombre que aguarda solo a que el feriante le busque un carro; le asalta el olor dulce del puesto de algodón de azúcar. Golpea el suelo con los pies, quiere partir ya. Delante de él los raíles suben vertiginosamente hacia el cielo, para luego descender. Intenta imaginar que sentirá. De pronto su carro vibra, él vibra y todo se pone en movimiento. Lento, como arrastrando el peso de un elefante se desliza el carro por su camino metálico: empieza a subir, se pone vertical y llega a la cumbre de la montaña artificial. Se detiene el tiempo mientras mira hacia abajo y ve perderse el carril en el vacío. Las manos sujetas con fuerza a la barra empiezan a sudar y su boca se abre en un grito silencioso. Y cae vertiginoso aproximándose al suelo, por un momento cierra los ojos, para volverlos a abrir enseguida. No quiere perderse nada. Y vuelve a subir esta vez más rápido, siente el viento en la cara. El carro parece despegarse de los raíles. Y por un instante vuela. Libre.
Fin.

Soledad

Escrito hace unos meses en el taller de escritura creativa.
Ejercicio sobre el espacio.


Magdalena estaba apoyada contra la ventana de la espaciosa habitación del hotel. Contemplaba la calle, qué cuatro pisos más abajo estaba llena de esa vida y luz, que a ella le faltaba. Daba la espalda a la puerta, los sofás, la cama. Elegantes funcionales incluso bellos objetos que no tenían vida aún. Hasta que él no llegara. Había dejado encendida una lámpara que reposaba sobre una de las mesillas al lado de esa cama, que los esperaba a ambos para hacerlos reales. Sus ojos vigilaban la entrada al Hotel y de vez en cuando se perdían en la gente que pasaba, algunos solos, apresurados, otros se sentaban en las terrazas de los cafés, parejas jóvenes caminaban abrazados, tomados de la mano, hablaban, reían, se besaban…Se fijó en una determinada: ella tendría su edad y avanzaban pegados hombro con hombro, en algunos momentos, él enfatizaba lo que estuviera diciéndole tomándole del brazo, y ella giraba la cara hacia él y le hacia algún comentario. Magdalena se abrazó así misma, con los puños apretados, esforzándose en mirarlos hasta que se perdieron al final de la calle.

La luz de la tarde iba muriendo. El anochecer bajaba por los edificios del otro lado de la calle. En la habitación las sombras crecían en las paredes y la lámpara iba cobrando protagonismo aún a sus espaldas, envolviéndolo todo en su luz fría y sucia. Y ella seguía aguardando la llegada de él para alejar las sombras de su cuerpo.

Ayer: Depilación.

Ayer: Primer día de vacaciones. Cita para depilarme a las diez y media. Llego puntual, como siempre. Con el tiempo es una de mis pocas manías. La jefa no está, pero no me preocupa, la chica que siempre me depila está en la puerta. Una señora de la calle: pantalones a cuadros, camiseta con dibujos extraños, pelo rubio descolorido mantiene una conversación con ella. Insiste en saber de quien es un coche rojo aparcado en la cera de enfrente, vamos, en la calzada. Tiene una ventana abierta y a la buena señora le preocupa que sea un coche bomba de los etarras. Es cierto que hay mucha policía desde los atentados de estos días, controlando Valencia. Nadie conoce el dueño del coche. La mujer se marcha, imagino que a seguir con sus indagaciones. La chica, jovencísima, delgadísima, palidísima y todos los ísimas más que se os ocurran, me saluda:
"Buenos días, May. Pasa y espera un momento, que estoy terminando un servicio"

Pasó. Me quedo pensando. ¿Un servicio? Las putas deben hablar igual de los clientes. Sí, tengo la mente sucia y estoy de vacaciones ¿Qué pasa? Me siento en una silla roja. No sé donde dejar el bolso y el libro que llevo entre las manos. Así que bolso al suelo. Joder, no, que dicen que se va el dinero y eso me faltaba. Bolso al regazo, libro abierto. Una novela sobre un abogado que desea investigar la muerte de Poe. De momento no está mal, aunque no me engancha como me gustaría. Diez minutos de espera. Todo el mundo no es tan puntual como yo. Lo sé. Me resigno a ser siempre quien espere.
Ya, sale una señora. No podría describirla, sencillamente no le presté atención.
La chica: "Acompáñame, May"
He ido multitud de veces, así que no puedo perderme, aún así le acompaño. Pasillo largo, zona pedicura manicura. Habitación-sala de tortura con su camilla, el papel nuevo y limpio extendido sobre ella. La máquina de la cera sobre una mesa al fondo. No suelo mirarla, así que poco puedo describir. Pero podéis imaginar. Una grande con un botón rojo encendido, otra algo más pequeña. Aparatitos para la cera fría, que no suelen usar conmigo.

La chica que me dice "vete preparando, ahora vuelvo”.
De acuerdo. Me quito la blusa. Me quito los vaqueros. Primera duda: ¿Me quito ya las bragas o me espero a que ella venga? Decisión: Me las quito. Me tumbo en la camilla solo con el sujetador. En este sitio jamás me han dado esos tanguitas de papel, cosa que casi agradezco, son feísimos. Más ridículos que cualquier desnudez. La chica tarda. Yo pienso. Me sale escribir una nota sobre el momento y la redacto mentalmente (parecida a esta, pero irrecuperable). Me pregunto que hacer con los brazos, las manos. ¿Las pongo púdicamente sobre mi sexo desnudo? ¿Levanto los brazos sobre mi cabeza? Pruebo las dos posturas. No, decido dejarlos a lo largo del cuerpo, descansando en la camilla. Hoy no ha tenido la precaución de apagar las luces y poner música relajante. Lástima, me siento más expuesta así, con la luz brillante encima de mi cuerpo. Espero. Escucho. La chica está cobrando a la señora, se detiene a hablar con una compañera, de pronto suena el teléfono, contesta. Y yo sigo pensando. Se podría iniciar un relato que diera a confusiones empezado con el "Vete preparando que ahora vuelvo" y el quitarme la ropa, juego con la idea. Espero.
Por fin llega. Se inclina sobre mí: "Entonces ¿Medias piernas, axilas e ingles?" Contesto: "Como siempre. Todo." Ella: "Ya, ya sé. Ingles brasileñas..." Nena -interrumpo- Todo. Las ingles y lo que no y la cara"
"Empecemos por las ingles" dice ella. Así que me abre de piernas que parezco la rana de Andrade. Estira, empuja y se va. Vuelve con la paleta llena de cera, soplando para que enfríe algo más rápido. El primer golpe de calor entre mis piernas. El primer tirón. Duele, pero mucho, cierro los ojos. Apoya la mano firmemente ahí donde acabo de nombrar. Y dice: "Ya". Mentira, va a por más cera. La noto cabreada. Me preocupa (está tocando partes sensibles). Inicio una conversación. Me habla de su cuñada, su suegra, su pareja y de cierto viaje a cargar unos muebles viejos que ha de hacer y que no le hace ninguna gracia. Mientras vuelve a repetir la operación, por arriba, por abajo, por los lados, por dentro... "Estos son los más difíciles" dice. Ya te digo. Difíciles y que más duelen y que más expuesta te sientes. Mientras pone la cera continua con sus quejas sobre su cuñada, la semana de trabajo con la jefa enferma, el dolor de hombros y brazo que tiene, vuelve a las quejas sobre su cuñada que se ha escaqueado de la carga de muebles. Tira. El dolor es intenso. La cera se lleva vello y no sé si algo más. Se apresura a poner una mano calmante sobre... ¡Coño! (nunca mejor dicho) Tengo que hacer que se olvide de sus problemas o acabaré mal hoy. Recuerdo conversaciones anteriores. Su novio y ella son almas gemelas. Se lo recuerdo sutilmente. Sonrisa. Me habla de su novio... Termina la "faena" en sitio tan delicada y pasa a las piernas.... Ufff!! Menos mal. He perdido pelo pero no piel.

Y termino. Aún pensé más cosas. Mi mente es incapaz de parar, pero eso... será para otro día.

viernes, 31 de julio de 2009

EJERCICIO 30º "LA PARADA"

Ejercicio de estilo. Dos personas debatiendo sobre un tema, una forma de ver la vida... La dificultad: hacer a la vez un ejercicio de estilo, cada uno de los personajes ha de pertenecer a una esfera distinta de la sociedad y debe notarse claramente a través del diálogo, de su forma de hablar, de las descripciones...

—Jo, Goyo. Miraaa. Para, para. Jo, es superguay —Cuca gritó levantando las manos—. Mira essse chico. Jo, que fashion queda con su sombrero de paja y todo. ¿Y esos pantalones rotos de algodón?
— ¡Oh, sssí! Está super chulo ¿Qué hace? ¿Ess·nn labrador?
—Sí, será, pero mi papi los llama, o sea, dice que se llaman operarios del campo. Papa me lo dijo cuando estuvimos en la finca del padre de Borja ¿Sabess? En Andalucía. Es superchula, con tanta plantita y hierbas y unos animales muy grandes… torosss. ¿Me entiendes?
—Pero… ¿Qué haces, Cuca? ¿Vas a bajar?
Ssssssí, me gustaría hablar con ese operario tan super.

Hello… hola, buenos díasss —La voz de Cuca, un tanto nasal dejó resbalar las palabras cansinamente hasta el final de la frase.

—El muchacho que estaba inclinado sobre la tierra recién arada, se incorporó.
—Hola, buenos días.
La contestación correcta y educada dejó un momento sin ideas a Cuca.

—Esto… ¡Qué campo más super! ¿Es tuyo?
—Bueno… No, yo trabajo para…
— ¡Ah! ¡Qué mono! Mira, Goyo, es un empleado operario.

Goyo, cabeceó asintiendo sin salir del coche. Se arregló el Lacoste que llevaba en los hombros echando una ojeada al joven labrador. “Bah, pensó. Essta Cuca esta loca. Pararse a hablar con labradores muertos de hambre”
—O sea y tú, ¿Cómo te llamas? —Cuca se apartó el pelo de la cara, echándose la melena rubia y lisa hacía atrás.
—Andrés.
La voz del muchacho ocultaba una sonrisa mientras miraba a aquellos dos especimenes urbanos, no acababa de entender que quería esa niña con sus zapatitos de tacón, la falda blanca y negra y ese top ceñido al cuerpo en negro. Pero cualquier diversión que interrumpiera sus solitarios paseos por las tierras de su abuelo era bienvenida. Se había comprometido a pasar el verano en los campos antes de marcharse a Estados Unidos a completar sus estudios de Ingeniería agrónoma y hacer un estudio sobre el terreno de la mejor aplicación posible que darle a esas tierras. Hacía tiempo que el trabajo en el campo ya no resultaba rentable y tanto él como su abuelo pensaban que debían encontrar la forma de conservar y expandir el negocio familiar y dar una solución a sus empleados y a las familias que dependían de ello.
—Y ¿Trabajas aquí tú solo? No tenéis de esos… Inmigrantes —Se giró hacia Goyo que miraba impaciente el rolex de su muñeca—. Esos que dicen que vienen a hacer el trabajo que los de aquí no quieren… ¿Me entiendes? Esos de los que hablan en la tele y que papi dice que hay que tener mano dura.
—Verás, guapa. Sí, Tenemos inmigrantes trabajando con nosotros. Desde hace algunos años ya. Se han instalado en el pueblo y han traído a sus familias —Andrés pensó en Atu, el primer africano que contrató su abuelo. Ya hace más de veinte años. Y que ha hecho su vida entre el pequeño pueblo cercano y el trabajo en las tierras. A Atu, le siguieron Ebo, Foluke, Gamba, Hasani, Mogomu, Mbita, Nangila, Nikusubila, Nkosana, Ochieng, Olafemi, Olujimi, Osagboro, Suhuba, Wamukota… Tantos ya. Algunos siguen trabajando para el abuelo. Otros desaparecieron en busca de otras vidas que vivir. Pero todos tienen historias detrás que aquella niñata no entendería.
—Y te dejan a ti ssolo para trabajar? O sea que son todos unos vagos como dice papa…
— ¿Cómo dices? —El enfado empieza a despertarse en Andrés.
—Yo… O sea… Cómo estásss solo aquí… ¿Me entiendes?
—No sé si te has dado cuenta, Piluca, cuca, mamen o como coño te llames… Pero hoy es domingo y los domingos la gente descansa. Sean inmigrantes o no. Ahora que a la gente como tú debe darle igual que sea lunes o domingo… Para lo que hace…
—¿Holas? Pero tú ¿Qué te has creído? —La voz de Cuca se eleva y por un momento la languidez que acompaña a su persona se sacude— Yo también trabajo y estudio ¿Sabes?
—¿Sí? A ver si adivino en que trabajas. ¿Trabajas en un despacho con tu papi? que te da palmaditas de vez en cuando y te dice que lista es mi niña. O puede que con un amigo de papa, al que le hace un favor, porque hay que proteger a los cachorros de la realidad.
Cuca enrojece. Andrés ha acertado a la primera. Trabaja unas horas en el despacho de Marcos, el abogado de su padre que se ha ofrecido a “guiarla” en el mundo laboral, mientras termina la carrera.
—Eres mega desagradable, o sea, super antipático. Yooo no tengo la culpa de que seas un pobre ¿Sabessss? —el acento nasal en la voz de Cuca adquirió un tono desagradable. Las palabras parecían morir al caer de su boca, y las vocales, arrastrarse interminables en un sube y baja de la entonación, enfatizándolas― Si mi papa tiene razón… O sea que los pobress, nos envidiáis porque… porque…
―¿Envidiaros? ¿A vosotros? Dudo mucho que los “pobres” que dices tú piensen mucho en vosotros. Los pobres trabajan para llegar a fin de mes. En todo caso envidiarían vuestra tranquilidad económica, pero no vuestra estupidez. Al menos, no la tuya, bonita. Y si tuvieras algo de conciencia, te avergonzarías de vivir como vives mientras tanta gente se muere de hambre.

Andrés intenta dar por zanjado el tema y alejarse. La pija esta, a pesar de su carita de muñeca y sus ojos azules le esta amargando la mañana del domingo. Sin embargo ella, alarga la mano como si quisiera tomarle del brazo, antes de retirarla como si solo rozarle le diera asco.

Túuúuú no sabes de lo que hablasss. No eres más que un ignorante ¿me entiendes? O sea, supermega ignorante. Papa dice que somos ricos porque somos más hábiles y más inteligentes y nos lo merecemos. Los que no pueden hacer dinero, es porque son más tontos y torpes que nosotros y sobre todo, que no quieren trabajar duro. O sea, que es como eso de Darwin…. ¿Entiendes? Y que por eso…, vamos que ahora todos tienen la oportunidad de hacerse rico y que si no lo hacen es porque no saben o no quieren.
―¡Lo que me faltaba por oír! La teoría de que competimos en igualdad de condiciones de los imbéciles como tu padre y la gente de su clase ¿Eh? Mira niña, no sabes nada del mundo, al menos nada del mundo que hay fuera de tu “maravillosa” clase social.
―Pues es verdad ¿Sabesss? Ya no est’mos en la edad media y a ser pobre y a seguir así ¿Sabes? Así que el que es pobre es porque quiere o porque no es bastante listo…
―Así que según tú padre y tú ¿La hija de Atu estaba en igualdad de condiciones que tú? Esa niña murió con su madre, ahogada, cuando trataban de reunirse con Atu. Ni siquiera llegaron a ver estas tierras. Atu no pudo volver a verlas, ni enterrarlas según su tradición, porque cuando se enteró ya estaban en una fosa sin nombre, enterradas por las autoridades. ¿Quién te crees que eres? ¿Has pensado en el valor que se necesita para meterse en una patera? ¿Has visto alguna? Son tan frágiles y el fondo tan plano que te preguntas como nadie puede pensar en hacer una travesía desde ninguna parte. ¿Has pensado alguna vez en eso? ¿En las penalidades que tienen que soportar esas gentes solo para llegar hasta una de esas embarcaciones de mierda? ¿Por qué crees que lo hacen? ¿Porque han nacido como tú, en una clínica privada, con mama maquillada y un camisón de lujo y papa (si es que está) grabando el acontecimiento? ¿Por qué crecen entre el lujoso piso de Salamanca y el chalet en la sierra?
Andrés iba acercándose a Cuca. Hablaba con las manos, con el cuerpo. Su pensamiento recorría la larga lista de trabajadores africanos que había conocido toda su vida. Sus penalidades, su hambre, su tristeza lejos de su tierra, de su gente. Recordaba sus caras cuando seguían las noticias sobre la llegada de pateras a las costas españolas, casi siempre saldadas con muertos. Sus muertos.
Cuca, cada vez más asustada de ese hombre, había dejado de escucharle mientras retrocedía hasta el coche que le aguardaba, con los ojos clavados en Andrés. En ese momento Goyo, que había seguido aburrido la conversación salió del coche y tomó a Cuca del brazo.
Vamosss, Cuca, darling, Sube. Ya te dije que con estos campesinos no se puede hablar. Y llegaremos super tarde a la fiesta de Mamen.
―Jo… sssí, este palurdo da miedo. No le entiendo.
Andrés se dio cuenta de lo mucho que se había alterado. Respiró hondo. Se apartó de la muchacha un par de pasos, antes de volver a hablar.

―Sí, eso es, Cuca, “darling”. Sube al coche, que llegáis tarde. Tarde a todo. Y olvida lo que este “palurdo” te ha dicho. Sigue durmiendo tranquila por las noches. Sigue viviendo a costa de papa en tu mundo “ideal” y no vuelvas nunca más a pararte para hablar con un “pobre”. De todas formas seguirías sin entender nada.

Cuca subió al coche sin mirarlo seguida de Goyo que arrancó casi de inmediato. Durante unos kilómetros escuchó la charla insulsa de su compañero. Sentía el cerebro lleno de pensamientos extraños. Imágenes apenas entrevistas en televisión de mujeres de piel oscura aferradas a niños pequeños. De ahogados, hinchados, deformados por el tiempo pasado en el agua, tan solo un puñado de apretados rizos mojados con apariencia de vida… Miró sin ver el paisaje que recorría el coche antes de preguntar:
―Goyo, tu crees que lo que decía ese chico…
―Cuca, cariño ¿Aún piensas en ese? No se puede hablar con uno de esossss… Son pobres siempre encontrarán motivos para quejarse.
Fin.