miércoles, 28 de marzo de 2012

Naderías.

Soy de las que piensan que cada día tiene su qué y su por, aunque las horas sean las mismas y cualquier observador medianamente entrenado (O cualquiera que se tome la poco interesante tarea de hacerlo) podría seguir mi horario al dedillo, incluso hacerse el encontradizo o salirme al paso. Cada día tiene su punto, de hecho cada momento del día lo tiene. Nada es ni siquiera remotamente parecido. Ya hoy, a está temprana hora, me he levantado una hora antes, con la sana intención de dar un repaso a un relato o continuar con el que tengo a medias. Ni una cosa ni otra. Lo siento Dr. House, a este ritmo no voy a tener los deberes hechos. Ni idea de porque estoy tan apática en este tema.
Ayer tarde me fui a la cama tan pronto que no solo había luz, además era intensa y clara. Me dolía el omóplato izquierdo, un poco más que toda la semana anterior, el estómago hecho polvo y una especie de dolor extraño y difuso en los riñones y otras partes de mi anatomía.A eso de la una todo junto me ha despertado. Alquen en el vaso y visita al baño. ¡Coño, la regla! ¿Será eso el motivo de mis dolores? Una manifestación extraña para quien no suele molestarle demasiado. Quizá demasiadas cosas juntas. Habrá que buscar en el libro de mi amiga Ana. Ese que te dice que si te has resfriado es porque estás confusa, si te tropiezas y te haces daño en las piernas es miedo o resistencia a avanzar.

Estoy dispersa y salto de temas como si jugara a ese juego infantil que consiste en dibujar recuadros en el suelo con tiza y tirar una piedra para saltar de un número a otro. No es una forma eficaz, cualquiera lo sabe, de escribir. Pero no importa. Después de la una y hasta las tres y media he vuelto a dormir, mejor dicho a soñar. Sueños extraños en los que salía Angelina Jolie, desconcertante en castellano castizo muy amiga de un familiar mío, en el sueño, claro. Una línea de bus, el dos, que no llegué a tomar, un tranvía que hacia paradas de lo más extrañas, con ascensor incluido, una hermana mía liada con un actor español que salía en una serie de policías, que luego a su vez se convertía en un bebe que me llevaba a casa y ¡Joder! me hablaba con la misma voz de policía mientras lo bañaba y recuerdo haberle contestado: Bueno, pero ahora al menos te he dejado bien limpio. Eso sí, acariciando la tierna piel de su espalda de bebe.

Así que cada día es distinto hasta en los pequeños detalles. Eliges ir a pie en lugar de coger el bus. Escuchas la radio y no las canciones grabadas, observas a los aparca coches y reflexionas sobre que quieren aparcar a las ocho de la mañana en un descampado, pasas frío y te subes la cremallera. Hoy se acabó el periódico gratuito y eso que es un poco más pronto. Te da tiempo a tomar un cortado y lo haces en la calle, con el cigarro de rigor y sigues pasando frío. Después una sonrisa cariñosa, un buenos días, un que susto le he dado, ¿No me esperaba? Y de nuevo a cargar el dichoso omóplato haciendo demasiada fuerza a pesar de mantener la espalda recta y las rodillas semiflexionadas, a olvidarme de mí y mis pensamientos. Recuperarlos a momentos fugaces y continuar con mi labor. Para salir al sol del mediodía, cambiar de opinión dos veces: sobre que regalar y donde comprarlo y ahora sí, coger el bus.
En fin, es lo que hay.

miércoles, 21 de marzo de 2012

La Cubana

 La Cubana vivía en el barrio desde el principio. Se quedó sin casa, como tantos, en la riada del 57. Por aquel entonces solo tenía a su hijo Manuel. Después, ya en Fuensanta parió cuatro hijos más. Para entonces, María, La Cubana, seguía manteniendo la figura cimbreante, la piel morena, los rizos en el pelo y los ojos café con leche que habían perpetuado el mote heredado de su abuelo, que pasó unos años en Cuba. En esa Cuba que soñaba de niña, presente en la hora de la merienda, cuando el abuelo después de mandarla a por un cuartillo de vino, se sentaba en la vieja mecedora, liando sus cigarros, mientras recordaba con sus nietos, las aventuras de su juventud.  
Siempre había sido una buena esposa. Mujer de su casa, madre y aguantando lo que “le echaran”. Lo que le echó la vida fue un marido borracho. De los que llegan a casa y levantan la mano para después cerrar el puño. Con una vaharada de alcohol en el aliento y la sinrazón entre las cejas. La Cubana trabajaba mucho. Empleada de hogar dicen ahora. En aquel entonces, una simple fregona que después de apañar a sus hijos para la escuela, corría por las calles hasta el centro de la ciudad. Servía en buenas casas. Prudente, discreta y muy cumplidora acabó fregando los suelos de rodillas para media docena de familias acomodadas, tan cargadas de hijos como la suya propia: militares, profesores, médicos que habitaban en bonitas y amplias casas, en las que para ella siempre esperaban los trabajos más duros. No importaba. Lo importante era poder llegar al mercado de Abastos antes de que cerrara, llenar la bolsa con frutas maduras, restos de cajones de verduras a buen precio, para continuar su ruta al barrio surtida ya de los alimentos para la familia, antes de que el marido pudiera apropiarse del dinero que había ganado. Eso le había granjeado más de un puñetazo y alguna que otra paliza, pero cuando por las tardes preparaba la comida del día siguiente y la cena de sus hijos siempre conseguía sentir cierto alivio. Un día más.
Las tardes se desplegaban entre el lavado a mano de las ropas de la casa, la costura, la plancha, la pequeña organización casera al amparo de la radio, único aparato que su marido había traído unos años atrás, antes de ser despedido, cuando el sueldo que ganaba en la construcción no se convertía automáticamente en bebida, y ella podía mantener la cabeza alta al ir a La huevería o a Requeni, las tiendas del barrio,  y no agachada para ocultar el último moratón, el arañazo, la hinchazón de los golpes cada vez más frecuentes, más violentos. No tenía que escapar de las miradas de los otros o de los susurros a la espalda, de los comentarios malévolos, del ¿Qué habrá hecho está vez? Del ¡pobrecita! y ¡qué lástima!
Aún así seguía siendo una buena esposa. Respetaba a su marido. Nunca se quejaba ¿Para qué? La vida era la que le había tocado en suerte. Y la soportaba, de verdad. Con resignación.  Aunque el miedo en los ojos de sus hijos le dolía más que los nudillos en el estómago y la ira, la violencia de Manuel, el mayor, se le clavaba en el alma, intentaba por todos los medios compensarlos con amor y paciencia.
Aquella tarde era una más de verano. El sol entraba por la ventana de la cocina, junto con los gritos y las risas de los niños que jugaban en la calle. Había terminado de lavar la ropa de color y en el barreño con agua y lejía blanqueaba una camisa de su marido. En la radio sonaba Misión Rescate, casi su favorito después de Cada canción un recuerdo. Le gustaba escuchar las respuestas que las voces infantiles daban al locutor de radio. Ella en el fregadero pelaba patatas para la tortilla de la cena. No lo escuchó llegar. El primer aviso fue un puñetazo en el costado que le hizo girarse hacia él. En una mano la patata a medio pelar, en la otra el cuchillo que ese mismo día había bajado al escuchar pasar al afilador en su bicicleta.  Su marido tenía el brazo alzado, la mano abierta, la cara roja, gritaba no llegó a entender qué. Le pareció que el corazón y el tiempo se ralentizaban hasta casi pararse y en segundos se aceleró. Levantó su propia mano, incluso antes de recordar que llevaba el cuchillo y le golpeó con él, entró en su pecho, deslizándose, abriendo la carne sin esfuerzo. Él la miró sorprendido. Su brazo aún bajó, la mano le agarró con fuerza el cuello, apretando… La Cubana sacó el cuchillo y volvió a dejarlo caer. Una y otra vez. La sangre manchaba el cuchillo, la camisa, sus dedos, salpicó las patatas, se volvió rosa en el agua del fregadero para cuando él dejó de sujetarla y el brazo cayó sin fuerza a lo largo del cuerpo, cuando dobló las rodillas ante ella, cuando se apoyó en sus piernas desnudas y ella dio un paso atrás, jadeante, para dejarlo allí, tendido en el suelo…

Veinte años han pasado desde que la sacaron esposada de su casa.

lunes, 19 de marzo de 2012

Momentos

No he pasado una buena noche. No por despertarme temprano. Estoy acostumbrada. Puede que sea por haber dormido en sofá de casa ajena. Aunque considerar ajena la casa en la que me he criado sea ir un poco lejos. . Dormir en el sofá... sí, es posible que sin quererlo me haya traído a los sueños una de las peores épocas de mi vida precursora de tiempos aún más negros. O no, o tal vez solo sea la marea de acontecimientos que me ha llevado hasta aquí hoy. O una mezcla de todo, combinado con la tortilla que cené anoche.
He tenido una pesadilla, llegaba a una ciudad y alguien tenía que recogerme. No tengo claro que la persona supiera que yo llegaba o no, pero allá iba yo con una enorme maleta azul, bajando una larguísima calle, esperando que en cualquier momento apareciera. Entro en un bar, no sé exactamente a qué y luego a un comercio y al cabo de dos o tres calles, me cuenta de que he perdido la maleta, me llama la persona en cuestión y no puedo escucharla, intento mandarle un mensaje de texto y es imposible... me he despertado un poco agobiada a tiempo de ver a mi sobrina con blusón, cargada con una mochila gris saliendo de casa. Y eso sí era real, las cinco de la mañana. Son cosas que pasan en fallas.

Anoche antes de dormirme repasaba en mi mente los cambios de la casa.  Qué tienen más que ver con los muebles, la pintura, las personas que con la estructura. Ya no queda ni rastro de aquellos armarios de cocina que mi madre limpiaba con petróleo, ni aquellas pilas profundas, rosadas donde aprendí a lavar platos y cubiertos subida a una silla pequeñita. O de aquella puerta pintada tantas veces de blanco, con cristal que me cargué un día al cerrarla de un portazo para que el gato no se saliera. O de la mesa de comedor, larga, rectangular, oscura, dónde me escondía las mañanas de los sábados para ver la tele y jugar sin que las demás se pasaran el tiempo mandándome recados, eso sí, con un trapo de polvo en la mano, porque indefectiblemente me tocaba limpiar las patas de la mesa  y el baño.

Así que es posible que me haya alcanzado esta noche una amalgama de momentos y tiempos, revueltos en mi subconsciente, junto con la incomodidad del sofá,  el murmullo de la televisión de mi hermana puesta toda la noche, de los sonidos desacostumbrados de una casa que hace mucho dejó de ser la mía, de las preocupaciones presentes y futuras y me haya hecho venir aquí en la madrugada para descargar de alguna forma esta sensación densa, pesada, que me recorre por dentro hoy.

viernes, 16 de marzo de 2012

La charca

     “Vena de agua: corrientes de agua subterránea que alteran la cantidad de energía telúrica emitida en la vertical de su curso, en función de su mayor conductividad eléctrica. El problema no es el líquido en sí, sino las emisiones electromagnéticas generadas por el movimiento.”

     Fue mi bisabuela Lola quien me lo dijo. A mi madre no le hizo ni pizca de gracia.  Pronto cumpliría doce años y aquella reunión en agosto, sería la última a la que acudimos todos los miembros de la familia. Me hizo poner un vestido blanco comprado al principio de verano. Un diseño infantil, con lazos a la cintura, botoncitos en la espalda y mangas de farol que fue una tortura desde el primer momento.  Me quedaba estrecho en el pecho, las mangas se me clavaban en los brazos, y me había valido la primera regañina de mamá, irritada, porque mi cuerpo moreno y firme, ya casi de mujer, no encajaba en el vestido que resaltaba casi dolorosamente el desarrollo de mis pechos.
     Yo estaba enfadada. Odiaba aquel vestido, los zapatos con hebillas, los calcetines cortos, el lazo blanco para mi pelo, rebelde y oscuro que mi madre, armada con un cepillo, estaba peinando tan estirado que tenía la sensación de que se me iba a romper la piel.
     ─Estate quieta, Mariló, que al final cobrarás.
     ─Me haces daño dije.
     El golpe del cepillo llegó sin avisar, pegándome en los dedos, en la cara.
     Papa que contemplaba la escena con las llaves del coche ya en la mano, nos miró a través del espejo del baño, apretando mucho los labios.
     ─Mírala, no tengo forma de que parezca… una niña aseada. Dentro de un rato seguro que va hecha una salvaje. ¡No sé de donde ha salido ésta!
     Mujer, la niña es preciosa, clavada a tu abuela y a tu hermana. Es de la rama morena de tu familia.
     Mamá tenía una belleza frágil y fría. Emitía el débil fulgor de la palidez extrema. Mi padre la besó en el pelo rubio, guiñándome un ojo y le quitó el cepillo de las manos, para peinarme con largas y ordenadas pasadas hasta terminar colocándome él mismo el lazo.
     La casa de mi abuela estaba en las afueras de un pequeño pueblo del interior, vivía con la bisabuela Lola que a mí me parecía viejísima, aunque aún mantenía el cuerpo erguido, se teñía el pelo de un negro escandaloso y vestía casi siempre túnicas rojas o naranjas sobre vaporosos pantalones negros.
     La abuela nos recibió de mal humor. La comida ya estaba servida y nos aguardaba. Recuerdo el ambiente pegajoso del comedor. A mis primos, incluso a Jaime, solo un par de años mayor que yo comportándose con la corrección de adultos, el sudor resbalando por mi espalda, la mirada de mi madre siguiéndome siempre, regañándome cuando trataba de aflojar la presión del vestido estirándolo con las manos, y el roce de los zapatos crecía cada vez que me movía.
    Así que cuando Jaime y yo, salimos de casa de la abuela a los campos que se extendían en la parte de atrás y corrimos a la poza, lo primero que hice fue librarme de los zapatos. Jaime me observaba cuando sentada en el camino, me quité los zapatos cubiertos de polvo y guardaba en ellos los calcetines blancos que habían empezado ya a tomar el tono dorado de la tierra.
     Deberías desnudarte –dijo.
     Solo me mojaré los pies, mama me matará si mancho el vestido.
     No entendí su mirada. Todos los primos nos habíamos bañado en la alberca desde siempre. La mejor hora era ésta, al mediodía, cuando los mayores reposaban ante el café. Felices de perdernos de vista un rato, de dejar de escuchar nuestras charlas incesantes e infantiles.
     Caminé por las piedras que bordeaban la alberca, evitando el verdín resbaladizo, hasta sentarme con el vestido subido hasta la cintura y los pies desnudos en el agua. Envidiando la libertad de Jaime que descalzo y en ropa interior chapoteaba en el agua, jugando a salpicarme. Riéndose de mí y mi forma de proteger mi vestido, hasta que decidió tirarse desde la piedra que sobresalía como un trampolín al centro de la alberca levantando un gran chorro de agua. No tuve tiempo de pensar, ni de evitarlo. Me empapó entera. Una parte de mí disfrutó sin pensar en las consecuencias; el agua fría solo en contraste con el ardor de mi piel bajo el sol del medio día. Me puse de pie de un salto, sacudiendo la cabeza, notando como el cabello se soltaba de su prisión y el lazo resbalaba hasta caer al agua. Una risa surgió de la alberca haciéndome consciente de mi situación.
     ─Eres idiota le dije. Mi madre me va a matar.
     ─Quítatelo y ponlo a secar, no se enterará.
     ─No llego a los botones dije retorciéndome.
     ─Espera Jaime salió del agua.
     Más alto que yo y mucho más moreno se quedó un momento quieto, mirándome calculador. Me acerqué a él y le di la espalda.  Luchó con cada botón, descubriendo mi piel al sol. Fue la primera vez que la sentí; en el roce de sus dedos fríos, las manos que abrían la tela, esforzándose por despegarla de mí. La percibí: Una corriente cálida, salvaje creciendo desde un profundo punto en mi interior, anegando mi estómago, mi pecho, resonando en mis oídos, empañándome los ojos, debilitando mis piernas hasta que las manos de Jaime, su pecho desnudo a mi espalda, se convirtió en el único punto de apoyo en aquel mundo nuevo de sensaciones líquidas y extrañas.
     Así nos sorprendió mi madre. Sus gritos cayeron sobre nosotros, que nos separamos asustados. Nos llevó hasta la casa, a empujones.
     ¡Cochinos, sucios! Los he encontrado medio desnudos. ¡Si no llego a salir! ¡Si no llego a salir!
     Todos, mi padre, la abuela, los tíos nos contemplaban atónitos mientras chorreábamos agua en medio de la sala. Yo miraba al suelo, muerta de vergüenza, intentando huir de las palabras de mi madre, de su desprecio.
     ¡No seas mojigata, niña! La voz regocijada de la bisabuela rompió el aire. Ellos no tienen la culpa de nada. La tienen, eso es todo.
      Abuela… por favor, no les cuentes tus viejas historias.
     ¡Cállate, mujer! A mí me la diagnosticó el hombre que viajaba de pueblo en pueblo contratado para buscar pozos, corrientes de aguas secretas bajo la tierra. Él sabía mucho, de eso y de mujeres. No era mucho mayor que tu hija. Colocó su mano abierta en mi vientre. Sentí como la llamaba y ella crecía. Una vena de agua, caliente, salvaje, murmuró en mi oído antes de despertarla en mí.
    
     Años más tarde, cuando Jaime y yo ya vivíamos juntos, nuestras venas de agua calientes, subterráneas, escondidas, se cruzaban, chocaban, arremolinándose una contra la otra. Y continuaron así, hasta el día de su muerte.

jueves, 15 de marzo de 2012

Conversación de despacho

Gracias a Simplicismus, (Gaby) del que tenéis su blog, justo aquí al lado. En mi lista. Gracias por lanzarme la idea que originó el texto.



     Sir Robert contestó el último e-mail, revisó y firmó digitalmente el pago de los últimos impuestos de su empresa y eligió en una floristería virtual el ramo de flores con el que pensaba obsequiar a su mujer la semana siguiente en su aniversario, después cerró todas las ventanas de la pantalla y apagó el ordenador. Había sido un día muy largo –pensó contemplando el reloj sobre la mesa del despacho, sus números en verde parpadeaban indicando que pasaban cuarenta y cinco minutos de las veintitrés horas. Suspiró, buscó su E-book, apagó las luces y marchó a la cama con la intención de leer un poco antes de dormir.

     En el despacho reinó la quietud, acompañada del leve zumbido del reloj electrónico y el tic-tac sonoro del antiguo reloj de péndulo. En la cubierta verde del antiguo escritorio de caoba reposaba un juego de tintero con la tinta seca y sin pluma, un abrecartas en forma de daga, una estilográfica sin capuchón y un pisapapeles.
Cuatro minutos después de que los números verdes cambiaran de día, el reloj de pared dejó oír las doce campanadas de la hora en punto. En la estancia se escuchó un casi inaudible suspiro.
     ─El nuevo debería saber que lo elegante es ir siempre con un poco de retraso. Y lo exacto cuatro minutos a la semana…
     ─Pero el nuevo Amo solo lo mira a él, no a ti dijo el pisapapeles, vibrando en su pie de bronce.
     ─¡Bah! Eso pasará pronto, ya he visto a otros como él por aquí, siempre se estropean. A fin de cuentas                     tomó aire dejando escapar una leve campanada ¡perdón! Cómo iba diciendo, soy el objeto más antiguo de aquí.
     ─Eso no es cierto, Reloj, yo ya estaba aquí cuando llegaste tú…
     
     El reloj guardó silencio contrariado. Era cierto, cuando el abuelo del actual amo, lo colgó de la pared, esa bola de cristal reinaba ya, subida a una pila de folios, en la mesa.
     ─¿Recuerdas aquellos tiempos? ¡Eso si era vida! Recuerdo haber sujetado la carta donde el bisabuelo del amo, se declaraba a su amada, ¡Eso sí que eran palabras!
     ─Entre los dos nos enterábamos de todo, yo abrí el sobre en el que venía su respuesta –dijo el abrecartas nostálgico.
     Pisapapeles lo miró con pena. El tiempo no le había tratado bien. La antes orgullosa daga había perdido su patina dorada y verdeaba en algunos puntos. Su filo se había mellado y permanecía escondida dentro de la funda.
     ─Tienes razón. ¿Quién nos lo iba a decir entonces? Ya no hay papeles que sujetar, ni sobres que abrir y el joven señor ya solo emplea esos objetos sin clase.
     ─Pero… Las cartas volverán y con ellas los sobres ¿Verdad, pisapapeles? De siempre han existido.
     El pisapapeles guardó silencio. El abrecartas había perdido su empleo, eso estaba claro. Él había visto como habían cambiado los sobres, con esa extraña línea de puntos.
     ─Vosotros al menos estáis completos –dijo una voz débil a la que siguió una tos polvorienta. Desde que los niños me usaron como dardo y perdieron mi capuchón, no me encuentro muy bien.
     Encima eso, pensó el pisapapeles: He visto pasar a tantos y perderse… pero lo de la estilográfica es de llorar. Primero traen esas cosas de plástico que llenan un bote con tan poca clase que debe estar escondido en un cajón, para sustituirla en su empleo y después permiten que los niños destrocen su plumín… Está acabada. 
     ─Tranquila, querida, seguro que la doncella lo acabará encontrando y volverás a estar entera.
     Tanto Reloj como Abrecartas asintieron piadosamente. Y Estilográfica volvió a sumirse en su ensueño favorito, a sentir como la tinta corría fresca en su cuerpo y una mano cálida la conducía sobre un papel de aguas violeta en una inacabable carta de amor.

     Todos callaron, acabando por deslizarse suavemente en el letargo de los objetos cuando no son utilizados.
Todos menos Pisapapeles que seguía cavilando.  Había existido lo suficiente para ver como otros habían perdido su empleo. ¿Qué había sido del papel secante y la arena? ¿Del tintero y la tinta, seguros de que sin ellos nada podría ser escrito? ¿Del lacre, orgulloso de su color bermellón y de ser el guardián de la seguridad de las cartas? Volvió a suspirar y acomodó mejor su cuerpo redondo al pie de bronce. Aunque él, fabricado con cristal de murano y su elegante, porque era elegante, pie de bronce, representando un dragón que lo llevaba en su lomo siempre tendría empleo. Quizá ya no evitando que las corrientes de aire movieran y lanzaran al suelo papeles importantes, puede que solo como mera decoración o ¿Por qué no? En un museo o para un coleccionista, nunca se sabe. Tenía más de trescientos años. Y eso también era un empleo…   

sábado, 3 de marzo de 2012

Ojo por ojo, diente por diente

Versión libre (y breve) del relato En la cripta de Lovecraft. 

Birch, el sucio enterrador, borracho y descuidado, pensó que su ofensa quedaría sin castigo. Me retorcía en la indignidad del ataúd apretado contra mi humanidad robusta y recia, podía notar sus manos insolentes forzando mi cuerpo, sometiéndolo para que entrara en ese cajón desvencijado y demasiado pequeño, que su mente perezosa y mezquina me había destinado. Esas manos, sus acciones eran hierros candentes atravesando mi espíritu. Todo lo inmortal que quedaba en mí era una incesante llama de odio, la apremiante necesidad de hacer justicia. Nadie había escapado a ella. Nunca.
Siempre he regido mi vida por la justicia. No en la blanda ley humana. En la de Dios. Mi madre me la enseñó a palos desde que nací. Y en ella se cumplió mi primera obra justa cuando a la edad de diez años tuve la fuerza suficiente para devolverle, golpe por golpe, todos los que me había dado en vida.
A partir de ese momento cumplí la Ley de Talión puntillosamente sin importarme el tiempo que tuviera que esperar. Siempre he sido paciente. Cuando el viejo Raymond, mi vecino, me robó tierras con artimañas legales, tuve que esperar treinta años, pero le arruine ¡Oh, sí, Señor!  Y cuando ese perro estúpido me mordió lo pateé hasta la muerte. Mi dolor por escaso que resultase tenía más valor que la vida de un animal. Nada puede impedir que lleve a cabo mi justicia.

 El afán me sostuvo en ese tiempo tenebroso en los que solo los rojos y ardientes hilos de la justicia me atraían una y otra vez a mi cuerpo putrefacto hasta que en algún instante noté la presencia de Birch, podía incluso sentir su apestoso aliento alcohólico, sus pasos tambaleantes de borracho. Me até a mis deseos de retribución. Me conjugué con el viento para cerrar la puerta. Fue mi determinación la que fijó el cerrojo y mis pensamientos los que confundieron a Birch para que eligiera mi ataúd, cuando su decisión de salir de la cripta le hizo pensar en la claraboya cercana al techo. Creció la fuerza en mi cuerpo corrupto cuando sus pies se posaron contra la endeble madera del féretro. Tan cerca de mis dientes… Cuando al fin, su peso la venció ¡Alabado sea el Señor! Y sus tobillos cayeron en mis fauces, abiertas y anhelantes, cumplí.
Ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie… Nunca debió serrar mis tobillos para meterme en esta pequeña caja.