jueves, 19 de septiembre de 2013

Tristeza

Ayer me entró como un no sé qué en el cuerpo. Una tristeza extraña, melancólica que hace mucho que no sentía. De esas de las de antes que irrumpían en mi vida encapsulándome en un mundo propio que se alimentaba a si mismo de recuerdos antiguos, pensamientos dolorosos, de verdades inconexas, de anhelos imposibles y de miedos profundos. Una amalgama de sentimientos que era capaz de tocarme y hundirme durante unos cuantos días. 

Antes, en aquellos tiempos, llegó a ser una forma de vida. Una deformación de la realidad que me mantenía la mayor parte del tiempo viviendo sumergida en un agua fría y oscura que amortiguaba las realidades de mi vida, paralizándome. Imaginad una masa gelatinosa, semitransparente que os rodea y con la que cargáis todo el día. Imaginad que a través de ella veis a vuestra familia, a vuestros amigos, que os acompaña al trabajo, que se vuelve más densa por las noches y que a momentos sentís todo su peso en cada parte de vuestro cuerpo, en especial en el pecho, oprimiéndolo. Los sonidos, incluso las voces que amáis os llegan distorsionados, lejanos. Vuestra capacidad de reacción es dos o tres segundos más lenta de lo que debería. Una masa que se alimenta de tus pensamientos más oscuros y que su bocado predilecto es la culpa y qué, como cualquier otro ser se resiste a morir, así que cada vez te asfixia más, se vuelve más negra, más pegajosa.

Aprendí que la única manera de dejarla atrás, de sentir de nuevo el calor del sol, era la acción. El movimiento, la decisión es lo que la aleja de ti. Incluso antes de averiguar el porqué. Dúchate, vístete, ponte guapo con esa prenda que sabes (en este momento has de fiarte de aquello que te ha dicho quien te quiere bien) que te favorece, mírate en el espejo y sonríe. Sal a la calle, saluda al vecino, compra el pan, el periódico, tómate un café, vete a trabajar, céntrate en lo que haces, hazlo lo mejor que puedas, habla con la gente, busca un amigo, tomate unas cervezas. O quizá, escribe sobre ello. 

Y cuando llegue el porqué, que llegará en cuanto se alce una punta de esa masa triste que te rodea, escúchalo, analízalo, decide o asúmelo.

Ayer recibí una llamada de Juanjo, compañero de instituto sobre la cena de la que se habló en el entierro de Ochoa. Será para el día cinco de octubre probablemente. Ayer me enteré que las pruebas médicas al padre de una amiga muy, muy querida, confirmaron lo temido.

Eso y que los días se acortan, eso y que quiero hacer muchas cosas que retraso, eso y que llega el otoño, eso y que…


Será mejor que salga a iniciar el día, con tiempo de tomar un café con una buena amiga. 




 

martes, 10 de septiembre de 2013

Destinatario: Juan Antonio Ochoa

Creí que mi primer post sería sobre las vacaciones, pero no, será sobre ti que nos has dejado hace tan poco. Querido amigo. No he podido escribirte antes aunque te he hablado muchas veces en mi mente. Te he pensado tanto. Pero aún no me hago a la idea de que te has ido. Aún te busco muchas mañanas desde el bus, tal como hacía, cuando está a punto de llegar la parada en la que bajaré, como hacía siempre desde aquél día que nos reencontramos después de tanto tiempo. Y me digo a mí misma: no está. No estarás ya. No podré cumplir la mil veces incumplida idea de llamarte. Solo para saber como te va, como está tu padre, como llevas la vida.

Te fuiste un viernes, el último de agosto, de tu agosto. Cuando me llamaron (me alegro tanto habernos vuelto a encontrar ese julio de hace dos años, después de tanto tiempo, podías haber muerto y yo no saberlo nunca), cuando me llamó Juanjo el viernes, no podía creerlo. Mi mente era incapaz de aceptarlo. Un ataque. De madrugada. No se pudo hacer nada.

¿Cómo te mueres así? Sin avisar, sin dar tiempo a despedirnos, sin poder hacer nada por ti, contigo.

Me parece verte, ladeando la cabeza, con ese gesto característico en ti ¿Lo sabías? entre socarrón y cariñoso (por lo menos cuando hablabas conmigo, hasta cuando íbamos al instituto lo hacías) y decirme: ¿Qué ibas a hacer tú? ¿Me hubieras llamado por fin?

Sé que todos lo sabemos. El tiempo es finito. Lo que tengas que decir o hacer a la gente que quieres hay que hacerlo cada día, cuando puedas, en el momento en el que el alma te tira. Pero a la vez, nos creemos inmortales, no solo nosotros, creemos que todos a los que queremos, a los que quisimos lo serán también. Y dejamos pasar el impulso que nos avisa, un día y otro y otro. Y está vez ha sido demasiado tarde. Ya no estás para escucharme.

¿Recuerdas las largas caminatas a pie desde el instituto? Tantas horas de charla. Como nos reíamos.  Cuando me dejaste aquella libreta con la que aprobé tecnología y que nunca volviste a ver. Como murmuraban de nosotros aquellos años en los que siempre, siempre estábamos juntos. Y cuando me conseguiste las prácticas en el laboratorio municipal. Nos lo pasamos en grande. Recuerdo a las limpiadoras preguntándonos si eramos familia. Y como aún estabas enfadado tanto tiempo después porque creías que eso era cosa mía, que yo lo había dicho. Pero no. Nunca dije eso, jugué con ellas un tiempo y luego lo desmentí, eramos amigos. Tan sencillo, tan grande. Amigos. Y puestos a sacar trapos sucios también te cabreaba que nunca te llamara por tu nombre, que siempre usara el apellido. Pero que le voy a hacer, si siempre fuiste para mí Ochoa. Si nunca te llamé Juan.

Entre tú y yo: siempre supe que aquella poesía que me entregaste un día, tan nervioso, no era la canción de algún grupo de entonces. Sabía que era para mí, que la habías escrito tú. Pero yo no quería que pasara eso, no quería decirte que no, no quería renunciar a ti. A mi amigo. Ya sé que todos los hombres pensáis que es injusto. Pero te quería, aunque no como tú querías. Ahora pienso que debería haber sido más valiente, haber cogido aquella hoja, haberla guardado y no devolvértela aprisa y corriendo, tan o más nerviosa que tú con esa endeble excusa.

Fuimos a tu funeral. Me llenó, me calmó el corazón ver a tanta gente que te había querido. Vi lágrimas en más ojos que en los míos. Me repetía una y otra vez esa frase tuya que me llegó al alma cuando insististe en aquella comida que me criaste y me incluiste en tus amigos de siempre, los de toda la vida.

Me alegra tanto que ese día acabáramos por recuperar la complicidad de las risas de antaño.

Hasta siempre amigo mío. Perdona si no supe ser la amiga que debería haber sido. Siempre me acordé de ti, en los momentos en los que estabas y en los que no estuviste. Creo que he hablado de ti a todas las personas que conocí después. Estabas tan unido a mi adolescencia, a mí juventud que era, que será imposible no nombrarte, no pensarte.

Hasta siempre Ochoa. Mi querido Juan Antonio.